Thursday, July 27, 2006

Quince Rocanroles (Volumen II)

Noelia llego al ruedo de blanco altivo, con un padre resignado que le tomaba una mano que ya no le pertenecía. Subió la escalera hasta el primer piso del Cuartel, donde la esperaban impacientes los comensales. Avanzaba confiada al ritmo de una canción del grupo Sombras, entre la pegajosa emoción de sus invitados que la abrazaban como si fuera la última vez o la primera. Una lluvia de papeles coloridos empezó a descender del techo, y el vals surgió uniforme de los cuatro costados de salón. Noelia pasaba de mano en mano como el trofeo de un equipo campeón. Se les notaba la emoción con que se retiraban los engominados compañeros de colegio cuando alguien los relevaba en la pista.

Empezábamos a entender el ánimo de los gladiadores antes de enfrentar la arena de las fieras.

Salimos por el túnel a enfrentar la cumbia de los suburbios, sin dejar de preguntarnos que hacíamos ahí, nosotros, réplicas informes de aquellos luzbélicos hombres del rock que nos habían impresionado desde los grabadores. Los invitados nos estudiaban con la frialdad de un boxeador experimentado en los primeros minutos de una pelea por el título. Se relamían adivinando el fracaso de esos indolentes forasteros.

El silencio previo al primer compás demora lo que tardan las noches de verano en hacerse amigables a los sentidos. Las horas de ensayo se hacen tan inútiles. Todo se reduce a entretener sin agua a una manada sedienta.

Nos quisimos acomodar tocando una de esas que salen de memoria, pero una maraña de acoples nos dejó desamparados. Se puede masticar el pánico cuando el toro está tan cerca. Alguno de nosotros sonrió en la desgracia, y arrancamos una gastada seguidilla de Creedence Clearwater Revival que terminó por salvarnos de las púas de la bestia. Esa noche entendimos que unas viejas canciones del vientre de Norteamérica pueden pagar deudas en un cuartel de bomberos de Florencio Varela.

Los invitados comenzaron a mover las cabezas sin dificultad, hasta que dos o tres saltaron a la pista, y ya no quedó lugar para la timidez ni para el reproche. Ya éramos parte inseparable de la sucia noche de Varela, donde una tal Noelia cumpliría quince eternamente.

Terminamos nuestra faena desafinados pero airosos, algo entumecidos, balbuceantes buzos en un mar oscuro. Terminamos nuestra faena y otra vez la cumbia en los parlantes, que hería un poco el orgullo del que se cree portador de un mensaje y no encuentra discípulos capaces de descifrar un simple y elemental salmo.

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