Monday, February 25, 2013


Lo conozco desde que fuma

afilando la brasa del cigarrillo

con la ansiedad de los vivos

de las almas eléctricas,

que van puliendo lanza

quién sabe para qué.

Se va al balcón; busca evitar que el humo

llegue hasta su hijo: lo único sagrado

que él  reverencia.

Lo conozco desde que temblaba en las

peleas de los viernes,

a la salida del colegio: una liturgia

a la que no le había perdido miedo

y sin embargo profesaba

como una verdadera necesidad,

casi gimnástica del espíritu.

“Si no te peleás, no te respetan”

se decía, con esa candidez de lo catorce años

Y piña va piña viene,

le conocí roscazos,

moretones,

salidas impensadas,

y algunos cortes en la cabeza que,

aprendió, también, sangra como un rio.

Sí: la cabeza sangra como un rio

y no es nada.

Siempre sacó algo de la manga

siempre una fuerza, un truco,

que él mismo desconocía:

típico de orfandad

y deseo mal curado;

el recurso de perro sin vacuna.

Lo conozco porque

nos emborrachamos juntos por primera vez

a los doce.

Porque tuvimos la primera banda

con instrumentos baratos

que entibiaban esa pura bruma ciega

del desabrigo.

Guitarras inafinables: el fuego amigo.

Nos dimos cuenta de que cantar

tampoco era peligroso.

Y compartimos los mismos

ídolos de barro, becerros de oro,

“antenas” dijimos que eran

esos tipos lejanísimamente geniales,

que captaban y cancionaban como magos. 

Nosotros, en cambio,

no sintonizamos la llama sagrada

pero

siempre andamos haciendo

un poco  de ruido

algún quilombito, 

lo que se puede. 

Lo conozco

desde que, en blanco y negro,

cabezones y orejudos

nos fajábamos fetén,

viernes tras viernes.

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