que no habla nuestro idioma.
Huele todo a mercurio y a metales,
huele al borde en que queman
las pesadas urgencias,
nuestra voracidad,
nuestras necesidades.
Todo huele a la suerte de personas
que viven enviciadas entre sí,
encajetadas del amor por sus deudas,
sus cuentos, su orfandad,
su minucia de ombligo.
Todo
huele a guerra,
a salto ciego.
Y todo tiene dueño.
Pero a veces hay algo que se escurre
por las amables grietas
que abre el cuchillo amigo.
Y esas veces las cosas,
las mejores,
se quedan olvidadas,
sin que nadie reclame pertenencia,
en “objetos perdidos”.
Son acorde que vuelve
cuerda a bordo
de una infancia borrosa.
Son algo de alguien nadie
como esos pueblos verdes
de cuarenta habitantes.
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