Monday, July 25, 2016

Evocación infantil


Ay si pudiéramos bebernos esta tarde  
esas distancias ciclópeas de la infancia
cuando las casas bamboleantes se medían desde los ojos
a metro escaso del piso.

Revivir aquellos veranos eternamente quietos
que concentraban en un punto el silencio de las siestas periódicas de los adultos con nuestros susurros y nuestros pasitos quedos que intentaban no ser sorprendidos.
Concentraban toda esa quietud hasta rebalsar el vaso en ese punto en que explotaba la tormenta.
Oscura y veloz, como sus flechas eléctricas que desgarraban el cielo y como ese viento que llegaba de improviso anunciándola, llevándose toda la pesadez del calor y los mosquitos.

Por un rato.

La tranquera curtida que delimitaba la frontera hacia los potreros llenos de aventuras
donde la supervisión adulta no llegaba
O llegaba a medias.
Salir con botas de goma, cantimplora y un palo por escopeta. Esconderse tras un tala, prestando atención a no pincharse, a no hacer ruido, siempre detrás de alguno de los grandes que ejercían el mando con tiranía casi adolescente y llevaban con placer y fastidio la carga de cuidarnos.
A nosotros.
Los pequeños.
Qué empezando desde abajo en la jerarquía de ese ejército infantil del verano, aprendíamos sobre estos pequeños juegos de la vida, donde a veces se hace y a veces se obedece.

Íbamos a Los Talas y para ello había que remontar la calzada que era demasiado impetuosa para nuestras botas de goma. Y algunos no podíamos y allí los grandes hacían algo más que tiranizarnos, ahí lejos de los adultos nos arrojaban al otro lado del pequeño arroyo, como una bolsa de papas, y tanto era el pánico que nos moríamos de risa a carcajadas.

Había que arrastrarse por el pasto y ser veloz en reconocer los cardos y evitar al ejército enemigo de vacas y terneros.
Caminar entre cañas y charcos al cerro de Las Cabras y contemplar el río de reflejos de cielo que baja como piezas de un rompecabezas acuático.

Y comer todos juntos y dormir todos juntos y despertar en la noche por el miedo o por ladridos de los perros a la luna o a otros perros. Sospechar de las puertas de pomos casi hundidos, de celosías entreabiertas y chirridos.

Despertar temprano y esperar la aventura de ese día, de cada uno de los días, iguales al anterior y distintos al anterior, iguales y distintos como la punta de un dedo o como una caricia. Y ese mundo tan quieto que se fue de repente.

Se fue, como el día aquel, en que se acabó el verano.

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