Monday, March 28, 2011

la Waitsed strikes back!!

Los muchachones se vuelven a reunir para seguir homenajeando al Viejo Maestro Waits



hay mas videos que documentan esta celebracion en:

http://nadanullasounds.blogspot.com/

Wednesday, March 16, 2011

Formosa (last)



Terminó el paseo por el centro. A comer como se debe, me dije creyéndome merecedor de un banquete. Supuse, bien, que el restaurante del hotel no me iba a defraudar. En el viaje de ida en avión, mi compañera de fila me había aconsejado probar empanada de yacaré. Me atrae experimentar nuevos ingredientes gastronómicos (alguna vez morfé delfín, nada del otro mundo), y además si el plato está en la carta, no te mata, seguro. Pero no encontré al yacaré en la lista. Buenas propuestas, pero nada exótico para mí, salvo una a base de surubí. La pedí, portentosa. Antes de irme pregunté por el yacaré. No es muy común, por ahí sale más en Paraguay, me dijo el mozo.
Segundo y último día. Dormí. Me levanto en la habitación del hotel tipo ocho, ya que el funcionario-anfitrión que me había recibido me dijo que la oficina donde yo tendría que hace mi trabajo estaría a full desde temprano, y ya luego de las 11 se va aquietando y mucho. Necesitaba estar cuando el lugar estuviera en llamas. Le pedí a este buen hombre que no me viniera a buscar, un poco porque quería caminar y un poco porque me incomodaba que estuviera pendiente de mí.
Todo listo para dejar el hotel. Una última mirada por la ventana. Abajo a la derecha, la piscina de una casa vecina, y pegado a ella un aljibe.
Tomo el ascensor (automático, muy sucio y de aluminio en placas, por lo que curiosamente resulta muy fácil de lavar, supongo). Llego a la conserjería. Dejo las llaves, devuelvo el control remoto, pago. Me voy despidiendo del hotel, un rito que invariablemente me causa algo de nostalgia.
Salgo con la mochila en la espalda, siento que el conserje y los que conversaban con él me miran a través del enorme vidrio de entrada. Tal vez no fue así.
Camino hacia la oficina donde me esperan. En el trayecto veo una nueva cola que da vuelta la manzana. Origen: un Banco Nación. Intento averiguar el motivo de la nueva alineación de personas, son todos esquivos los testimonios. Me siento un entrometido, aunque lo termino averiguando: jubilaciones y planes sociales. Paciencia sobra entre estas personas, que voy dejando atrás.
Llego a la oficina pública. Mi anfitrión no está y según me dicen sí está en una reunión muy importante (¿lo habrá hecho a propósito para darme a entender sobre su ardua labor?). Igual hago lo que tengo que hacer -por lo que vine-, gracias a la mano derecha (segunda firma, le dicen al cargo de esta mujer) de mi anfitrión. Siento que todos, el resto de los empleados, me tienen en cuenta mientras hacen artificial y ampulosamente el trabajo diario. Termino, pero me resta conversar con el mandamás, quien me llevará al Aeropuerto. No lo espero.
Me queda un hueco de dos horas. La caminata esta vez me lleva al borde del río Paraguay. Calor insoportable. Me siento a la sombra mirando el agua. Al lado mío pasan dos turistas extranjeros (los escucho). Se dirigen directamente a un puerto flotante desde donde salen las lanchas y catamaranes que van y vienen de la costa paraguaya, también a la vista. Imito a los turistas, transformándome en uno más. Ellos se paran frente a una especie de ventanilla de atención al público, donde se hace el trámite de migraciones, pues hay que salir de un país y entrar en otro. El que atiende, un gendarme, está sólo y nada me impide traspasar su línea lateral en dirección hacia donde está la venta de pasajes, cosa que hago. En eso, el uniformado sale de la casilla y a mi espalda me pregunta un tanto imperativo: ¿adónde va? Ultimamente decir la verdad me ha traído algunos dolores de cabeza a nivel personal (sincericidios le llaman algunos), pero no se me ocurrió otra cosa que ser enteramente honesto. “No sé”. Me dijo que pasara y volviera, acordando tácitamente entre ambos que no iba a viajar. Eso hice, y no vi nada más interesante que lo que había visto desde más lejos.
Estaba sobre la hora, por lo que, según lo acordado, me dirigí otra vez a la oficina pública me encontré con mi anfitrión, que se prestó a brindarme la asistencia que faltaba. Luego había que ir al Aeropuerto. Por suerte no me llevó él (tenía muchas casas que hacer, me dijo), sino su segunda firma, quien entre otras cosas me contó que el día anterior su hijo había comenzado el colegio. También me dijo que al crío no le había comprado ningún útil, ya que esa fue la indicación de la escuela. Y así fue: el pibe volvió a la casa con útiles y guardapolvo nuevos, envueltos en una bolsa con el sello de la gobernación provincial.
Volví a Buenos Aires y relaté esta última anécdota a una persona que, con algo de lógica y una mueca en la cara, me señaló que cuando algún país escandinavo asiste y subsidia a sus ciudadanos lo vemos como un ejemplo.

Saturday, March 12, 2011

Excursión a Formosa (segunda y penúltima parte)


(No sé si existe el antónimo de provincianismo, pero ese significado intentaré evitar en estas líneas; además propongo tener en cuenta que mi estadía fue de menos de 48 horas)

A mi llegada, la terminal de aviones vivía uno de sus dos momentos clave del día, que son el de la partida y el de la llegada del vuelo de ida y vuelta que realiza un mismo avión (excepto los miércoles, que no hay conexión). Bajo de la nave, atravieso la explanada y llego al hall del aeropuerto. Los tipos con carteles de cartón escritos a mano invitaban a pensar “qué pasaría si le digo: -yo soy xx (repitiendo el nombre se lee)”. Como que bien da para hacerle un cuento del tío. Y eso pasa en todos los aeropuertos del mundo.
Pero a mí no me esperaba ninguno de ellos, sino el titular de la dependencia provincial de un organismo nacional. A las horas del encuentro este hombre me confirmaría algo que mis prejuicios ligados a cierta, pero insuficiente, información previa, me indicaban: más del noventa por ciento de la población de la capital provincial subsiste gracias al estado, sea en forma de empleo o subsidio.
Subimos al coche oficial que él manejaba. En pocos minutos llegamos al centro de la capital, la cual, diré, a riesgo de sonar peyorativo, por fisonomía y dinámica me hizo acordar a los alrededores de alguna de las estaciones del Roca bonaerense. No pasaba mucho. Y menos en ese horario: tres de la tarde (lo de la siesta no me lo tenían que confirmar, el intenso calor invitaba a no moverse mucho, aunque personalmente la humedad a la porteña –nosotros estamos al lado del Río de la Plata, ellos, los formoseños capitalinos, al lado del río Paraguay- me parece el peor amigo de la siesta).
La oficina pública en la que tenía que hacer mis labores ya había cerrado, así que lo único que necesitaba hacer con obligación ese día era encontrar hotel. Mi anfitrión me llevó a recorrer las tres opciones tres estrellas que había (mis pretensiones no eran turísticas, y para el caso sólo había un solo hotel turístico). De los dos que tenían vacantes elegí el más céntrico, aunque entre ellos están bastante cerca, cinco cuadras. Se trataba del hotel de Gendarmería Nacional, para corroborar aquello de la presencia estatal.
La recepcionista me dio las llaves y el control remoto, que tomé con algo de aprensión (que intenté no exteriorizar), pensando en la cantidad de personas que lo tocaron antes que yo, y cómo tendrían sus manos; pero llevar este axioma al extremo me conduciría a nunca más tocar plata. Quinto piso. La habitación estaba justo encima de la sala de máquinas de los aires acondicionados. Pese a los ventanales, el ruido era notorio y sostenido. También llegaba adentro el calor húmedo (muy parecido al porteño, repito), por lo que cerré pronto las ventanas y prendí el sinfónico aire acondicionado. Me bañé y luego hice un poco de zapping. La única diferencia con lo que conozco eran dos canales, uno local y otro paraguayo. Envidié la manera en que los actores de una ficción cómica que transmitía uno de estos alternaban el español con el guaraní. Gran virtud, manejar dos matices de palabras y sentidos en uno, me parece.
Ya casi era la hora del té cuando me decidí a deambular un poco por el centro. Según me habían dicho estaba a sólo unas cuadras, del que no me hubiera percatado si no me decían. Tenía hambre, mucha, pero todo estaba cerrado, menos una confitería que adiviné clásica, llamada Cascote. Gran nombre, pero carísimo el lugar. Un sánguche y una cerveza cincuenta mangos. Pagué y seguí caminando hasta llegar a la calle España (el patriciado de la nomenclatura en las calles además de homenajear a la madre patria rinde culto a los próceres y fechas clásicas como San Martín y 25 de mayo). Miré para todos lados. Algo había cambiado: gran dinámica, gente por todos lados. Chicos saliendo del colegio, siempre con uniforme (hasta los de colegio estatal), hombres, mujeres, motos por todos lados. Una escena me llamó la atención: grupos de cuatro o cinco mujeres, cada diez metros en la cuadra más concurrida. Comadres poniéndose al día, supuse. Y también cientos de motos, como una Roma del norte argentino. Y también (y ahí la razón de lo anterior, seguramente) negocios de venta en cuotas, uno al lado del otro, uno en frente del otro, invariablemente concurridos. Y muchos locales de teléfonos celulares. Y policías, que por recordarlos deben haber sido muchos.
Ya estaba cansado de caminar, así que me volví para cenar en el restaurante de hotel, no quería más sorpresas gastronómicas. Con cada paso, voy dejando atrás el centro mientras los carteles de Gildo (Infrán, aquí no se necesita aclarar el apellido) me asustan un poco desde mi rol de incauto progresista porteño.
Tenía que pasar por la plaza principal, pero antes de llegar a esta percibo una fila de gente de una cuadra. Yo estaba enfrente. Cruzo, miro despechadamente tratando de averiguar de qué se trata. La cola comenzaba en local del Correo Argentino. Reparten el aparato de la televisión digital argentina. Hay papeles con listados en las paredes. Curioso, pensaba que este sistema tendría poco predicamento, pero parece que en algunas poblaciones tendrá suceso. También, que hoy en día no sería difícil repartirlo sin necesidad de que se formen aglomeraciones de personas.
Llego a la plaza. Ya cae la noche y dos madres miran atentas como sus niños se tiran de un tobogán de cemento, gigante por lo ancho. Alrededor me llaman la atención los árboles, y no por la cantidad, sino por la variedad de formas y especies. Todas crecen.
Voy dejando atrás la plaza y leo en un cartel: patio de skate. Claro, el tobogán era uno de los extremos del half.

Monday, March 07, 2011

Excursión a Formosa (primera parte)


Siempre me llamó la atención que también hubiera una Formosa en Asia: la isla de Taiwan. Googleo un poco y averiguo que la denominación tiene que ver con la descripción del conquistador europeo sobre el lugar (hermoso, formosa), misma opinión que originó el nombre de la provincia argentina por los mismos. Ya dentro del avión, y en ocasión una misión de laboral de circunstancia hacia la nuestra, me pregunto si una Formosa se parecerá a la otra.
Soy de los pocos que se ponen nerviosos por volar. Digo pocos porque todavía no conocí, salvo en informes relleno en noticieros de TV, otro temeroso, ni supe de él, por lo que supongo que no debe ser algo tan común; o tal vez los verdaderamente temerosos andan por ahí (aquí, ahora digo) abajo, trasladándose mediante otros medios. Lo cierto es que mientras más vuelo, menos nervios me provoca volar, así que este viaje a Formosa, por estar precedido por otros recientes, fue digerible, tanto que no sufrí en demasía los dos peores momentos: el despegue y el aterrizaje. Y debo admitir que esto también tuvo que ver con el hecho de que viajé en uno de los nuevitos embraer brasileros. Chiquito, coqueto, cómodo, sutil de movimientos, el avión. Y con olor a nuevo, como los autos cuando tales.
El revés del asiento de adelante me aguardaba una sorpresa: una mini pantalla plasma personal, que, perdón a los acostumbrados viajeros, hasta entonces sólo había visto de refilón cuando pasaba por el sector business. Cual new rich, comencé a tocar los botones (tanto los de plástico como los de pantalla), pero la cosa no comenzó a funcar hasta que la aeronave llegó a la altura crucero. Que nada altere la atención a la seguridad necesaria del despegue, imaginé.
Arriba, la programación de la pantallita se mostró fatalmente chata; si era música, Shaquira o algún tema de la última Mercedes Sosa con algún artista invitado, entonando canciones que ya tuvieron las mejores versiones de la primera; si era cine, tan poco interesante que ni recuerdo las películas que había, pese a que eran 11 propuestas (eso lo recuerdo, porque deambulé el menú varias veces). También había documentales sobre la historia del petróleo en la Argentina, y algún episodio de pseudorevisionismo histórico conducido por Pigna. Bodrios. Series: los Simpson, a esta altura un comodín como el sensible y latinoamericano Chavo, por lo que suena a otra vez sopa, y había una que se llamaba Glee, o algo así, que ahora no pienso googlear y que, por su imagen de presentación, me daba a a un Casi ángeles yankee.
De repente, me vi: estaba con el dedo índice como un poseso, intentando esquivar la peor programación nac pop, que curiosamente incluía “las empresas más queridas” o algo así, referida a simpáticas y modernas multinacionales con empleados que fuman porros luego del almuerzo. Al asimilarme zombie, desistí seguir digitando, para alivio del pasajero sentado delante de mí, que ya estaría histérico, sufriendo espasmódicas punciones cerca de su nuca.
No tenía que pensar que estaba a 11 mil metros del suelo, volando en una máquina piloteada por humanos y que luchaba humildemente (no puede ser de otra manera) contra la ley de la gravedad, por lo que pronto busqué nueva actividad. Esta vez, ojear la revista de a bordo antes de abrir el libro que venía leyendo en esos días (Corrección, de Thomas Bernhard). Estiré el arnés de elástico que está debajo de la tabla rebatible, y saqué la revista. Por suerte para los árboles era una sola, ya que hasta hace unos meses había comprobado que en los aviones de Aerolíneas había dos publicaciones de a bordo, una que subsistía como prolongación del contrato con una editora de cuando la empresa aérea era privada, y otra de una editora vinculada a los amigos de la nueva administración estatal. Una de las dos ganó (por lo menos por ahora), por lo que el automatismo de leer por arriba una revista con casi el mismo escaso atractivo que las de los diarios dominicales duró la mitad que mi anterior viaje.
En eso, se prepara el carrito de aluminio. Se venía el rito del tentempié, ya a esta altura un excesivo ceremonial malhumorado de las y los azafatos que lo realizan. Cada vez disimulan menos que se sienten serviles, con lo que hay que atajar la bolsa de galletas y hasta admitir tímidamente que lo que se quiere ante el ofrecimiento es un vaso de coca. Pero bueno, pasó.
Estaba ensimismado en la lectura del mencionado libro cuando la sensación de montaña rusa en picada me sorprendió. Hacía hora y media de la partida desde Buenos Aires. Momentos después el capitán anunció el aterrizaje. Miré de reojo por la ventanilla antes de sumergirme en párrafos que leería y no podría procesar por los nervios ante el inminente aterrizaje. En ese golpe de vista aprecié espesura vegetal, ríos; e imaginé humedad, mosquitos, calor, precarias embarcaciones cruzando ríos con personas y mercaderías. Tal vez escenarios no tan distintos de otros de la Formosa asiática.