Monday, July 25, 2016

Evocación adulta


Y lo primero que golpea es el aire. Y el frío.
Golpean de improviso como un revés de viento que barre ese rumor perpetuo de ciudad. El ronronear de motores y de gente, de bocinas y entredichos callejeros que conforman la banda de sonido que acompaña la vida y aturde sin registro.
Se notifica del ruido que sigue en los oídos hasta que el túnel de la noche y la carretera y los quilómetros de líneas punteadas, sucesivas, se cortan de golpe frente a la tranquera que se los devora.
Baja abrirla y lo primero que golpeó es el aire que hace doler los pulmones. Y el frío en la punta de la nariz y en las orejas. El candado frío, la madera curtida de cicatrices y la huella de un camino que se pierde en el pasto y en el desierto que recorta en la penumbra la imagen de un monte de talas.
Siempre que entra al campo la luz está malherida: como un navajazo de amanecer en el azul marino o como un destello furioso de naranja cuando el sol se pone y deja una estela que soporta la ofensiva final de la noche, y finalmente muere.
Siempre que entra al campo sus ojos se detienen en las pequeñas cosas.
En las hormigas que construyeron su ruta en la tranquera.
En las bayas de enebro tiradas en el suelo.
En los hongos crecidos al calor de la lluvia y de la tierra.
En los teros atentos a sus nidos. En las manos de los caballos. En el lejano reflejo del río.
Y lo esperan saludos en ladridos de perros familiares,
maullidos a la luna o a ratones invisibles.
Lo esperan los balidos y mugidos
de los recién paridos.
La canción de chirridos del molino de hierro, los últimos grillos del calor del verano y el vozarrón del viento al pasar por la galería que está quieta, siempre igual con sus baldosas siempre iguales que son las que marcan el tiempo medido en décadas.
Son las mismas baldosas que se achicaron con los años a medida que crecía. Y sin embargo la inmensidad del campo confluye en uno solo que es aún niño y a la vez, no. Como si se desdibujar el tiempo o como si toda aquella grandilocuencia lo hiciera sentir pequeño, hombre al fin y nada al fin, reducido a la vida que se sintetiza en toda esa imagen que se cuela en los ojos cuando se abre la puerta del comedor.
Y lo primero que golpea es el aire. Y el frío.

Evocación infantil


Ay si pudiéramos bebernos esta tarde  
esas distancias ciclópeas de la infancia
cuando las casas bamboleantes se medían desde los ojos
a metro escaso del piso.

Revivir aquellos veranos eternamente quietos
que concentraban en un punto el silencio de las siestas periódicas de los adultos con nuestros susurros y nuestros pasitos quedos que intentaban no ser sorprendidos.
Concentraban toda esa quietud hasta rebalsar el vaso en ese punto en que explotaba la tormenta.
Oscura y veloz, como sus flechas eléctricas que desgarraban el cielo y como ese viento que llegaba de improviso anunciándola, llevándose toda la pesadez del calor y los mosquitos.

Por un rato.

La tranquera curtida que delimitaba la frontera hacia los potreros llenos de aventuras
donde la supervisión adulta no llegaba
O llegaba a medias.
Salir con botas de goma, cantimplora y un palo por escopeta. Esconderse tras un tala, prestando atención a no pincharse, a no hacer ruido, siempre detrás de alguno de los grandes que ejercían el mando con tiranía casi adolescente y llevaban con placer y fastidio la carga de cuidarnos.
A nosotros.
Los pequeños.
Qué empezando desde abajo en la jerarquía de ese ejército infantil del verano, aprendíamos sobre estos pequeños juegos de la vida, donde a veces se hace y a veces se obedece.

Íbamos a Los Talas y para ello había que remontar la calzada que era demasiado impetuosa para nuestras botas de goma. Y algunos no podíamos y allí los grandes hacían algo más que tiranizarnos, ahí lejos de los adultos nos arrojaban al otro lado del pequeño arroyo, como una bolsa de papas, y tanto era el pánico que nos moríamos de risa a carcajadas.

Había que arrastrarse por el pasto y ser veloz en reconocer los cardos y evitar al ejército enemigo de vacas y terneros.
Caminar entre cañas y charcos al cerro de Las Cabras y contemplar el río de reflejos de cielo que baja como piezas de un rompecabezas acuático.

Y comer todos juntos y dormir todos juntos y despertar en la noche por el miedo o por ladridos de los perros a la luna o a otros perros. Sospechar de las puertas de pomos casi hundidos, de celosías entreabiertas y chirridos.

Despertar temprano y esperar la aventura de ese día, de cada uno de los días, iguales al anterior y distintos al anterior, iguales y distintos como la punta de un dedo o como una caricia. Y ese mundo tan quieto que se fue de repente.

Se fue, como el día aquel, en que se acabó el verano.

Friday, July 22, 2016

Mis amigos

Ahí está el tipo ese del saxo
cuyo vozarrón bate records de brutalidad
o el poeta
cuyas noches que se miden en kilómetros
los whiskies en millas
y su calidez en años luz.
Está el ministro con una habilidad única para enfrentar el peligro
y sacarte indemne. Y hasta hacerte ganar.
Está el bohemio de días que duran una semana,
tacaño intectual
que larga los libros y las películas de a una,
como consejos que no se dan si no son pedidos.
Está ese que es pura bondad, con su afición a las orquídeas, a las guitarras y a los bonsai.
Deja miguitas de aficiones que adoptamos como propias,
y que terminan devorándonos.
Está la rubia cuyo afecto es inconmovible como el viento o la montaña.
Está el gerente con su afán de hacerse hippie mañana,
su gusto por los amigos y por los cuentos chinos.
Está el chico del barrio con su argot colorido y su fidelidad a prueba de balas.
Y un poco atrás está mi hermano mayor, que hace años que dice que trabaja en la Aduana y decidió ser joven para siempre.
A ese también le debo cierto tutelaje.
Atrás de un árbol está el gaucho que sólo pasa inviernos duros y en cuyo pecho me pierdo cuando lloro.
Están Juan, que se fue a España y volvió, y El Conde, que se fue pero no se quiso ir
y le sustrajo una estrella al cine.
Está El Brujo que es capaz de romper piernas, pero por suerte jamás las nuestras.
Está también el Dandy, que siempre te deja bien y tiene un cueva en Gurruchaga donde uno puede caer por un trago o un consejo sin saber a que hora sale.
Y estoy yo, que no sé bien cuanto sumo y cuanto resto.
Pero estoy.