Wednesday, April 04, 2007

La Casa de Comercio (Parte II)

Ese año la municipalidad cambió todas las baldosas. Vino la cuadrilla un lunes, me acuerdo porque yo tenía una reunión en la casa de comercio que estaba en la esquina. Ojo. Yo nunca laburé en mi vida, siempre viví de las mujeres. De pibe empecé de pibe. Bueno, es un trabajo. Yo las cuidaba, no dejaba que les pasara nada, les conseguía los médicos que era una especie de obra social, viste. A veces alguna quedaba para madre y había que llevarle un médico, o una comadrona. Yo siempre llevaba médico porque les tenía más confianza, viste. Es como que los médicos te dan más confianza, por el guardapolvo blanco, o no se, te da más respeto, yo digo por el guardapolvo porque con el maestro era igual, y por como te miraba, como si te atravesara. También las iba a buscar a la comisaría y me chamuyaba al taquero. Siempre fui bueno chamuyando y creo que por eso me iba bien con las minas. En mis años de bacán andaba como con siete y te juro que se morían por mi, viste. Era por el chamuyo, por el chamuyo.

También el chamuyo me salvó de quedar engayolado un par de veces. Yo paraba ahí en la esquina, en la de la casa de comercio, ahí en Suarez y Necochea, viste. Siempre impecable, siempre con funye, lengue, tarros al tono. ¡Imaginate! ¡Con mi pinta no podía nadie! Bueno, yo paraba ahí en la esquina ¡y a veces me comía unos garrones con el botón! Ojo, yo siempre manso, por eso en el ambiente tampoco estaba bien considerado, viste, porque ahí para estar bien considerado tenés que tener algunas muertes y yo siempre fui pacifista, pacifista y socialista de Palacios. Y como tenía buen trato con el gerente de la casa de comercio, la de la esquina, viste, el tipo un día me dio una tarjeta, una de esas finas que decía "Casa Suiza, Corredores de Comercio". La debo tener por ahí porque yo no tiro nada, viste, tengo cosas de esa época a pesar que han pasado tantos años. Bueno, cuando el coso me dio la tarjeta y el botón me semblanteaba fuleramente y me preguntaba que hacía ahí, yo le encandilaba los faroles con la tarjeta bien blanca y le decía con tono cocorito: "Pertenezco a la firma."- y el agente bufaba como una maquina de vapor porque sabía que lo estaba engrupiendo y movía la cucusa para un lado y para el otro. Así, ¡viste! "Pertenezco a la firma.-" les decía.

La Casa de Comercio la habían puesto a todo trapo. Se precisaba que cuatro cosas ayudaran a abrir el portón, porque era de fierro y pesaba una tonelada. Yo, que en esa época empezaba a transitar la esquina, vi toda la construcción. Fue por el treinta y cinco, me acuerdo bien porque El Mudo se había matado hace poco en Medellín, que no se ni donde es. Fue a la semana del funeral, o por ahí. La gente todavía lloraba en la calle y en los barrios era peor, viste. Yo andaba con dos minas en esa época y empezaba a hacer mis primeros pasos como fiolo. A mi no me gustaba que me llamaran fiolo, ni cafishio tampoco. A mi las chicas me decían que era su "representante" y eso sí me gustaba porque yo no me las tragaba y mi parte era un tercio de la recaudación, y te juro por mi vieja que nunca les tocaba un peso. La casa estaba a todo trapo pero a las siete cerraba y quedaban las luces de la calle. Parecía todo muy serio. El gerente, que era amigo mío, me había dicho que los dueños eran unos ingleses que vivían en una estancia en el sur, pero yo nunca vi ningún gringo. La casa de comercio era el orgullo de la cuadra. Años después vino la Señora a darle unos regalos a las trabajadoras y a mi el gerente me metió en el acto aunque yo era socialista de Palacios y en esa epoca la pasaba mal porque como no estaba afiliado, el comisario se la había agarrado conmigo y me hacía dormir adentro día por medio. No me acuerdo muy bien que dijo la Señora ese día, pero cuando el gerente me la presentó yo vi esos ojos de fuego, esa fuerza y le dije "¡Un gusto señora¡ Pero yo soy socialista de Palacios, vió.-" y ella me contestó "Amigo, todos somos argentinos y como dice el Martín Fierro tenemos que estar unidos porque sino nos devoran los de afuera.-" Y la verdad tenía razón. ¡Cómo lloré cuando murió la Señora! ¡Qué flaquita estaba! Yo la verdad lloré dos veces en mi vida: cuando se murió Carlitos y cuando Dios se llevó a Evita. Pero con la Señora fue peor. De alguna manera ella me entendió, entendió que yo fuera socialista de Palacios, y a mi los conservadores siempre me habían mandado a la sombra y yo pensé que "Con esta es lo mismo-" pero nada que ver, me equivoqué, viste.

Después que falleció la Señora algo pasó. Ahí las empleadas decían que el patrón inglés se había indispuesto con el General y hubo huelga y tuve que piantar de la esquina varios días porque el horno no estaba para bollos. Me refugié en uno de los bulos y cuando volví en la puerta había un botón junándome y cuando quise entrar a ver al gerente me paró en seco y me dijo "El gerente no está más. Ahora esta casa de comercio es propiedad de los trabajadores, gracias al General Perón-". Y yo la verdad me quedé pensando que algo andaba mal porque Evita había sido muy amable con el gerente, y si al gerente lo habían echado, algo debía de andar mal.

Al poco tiempo los milicos lo echaron a Perón. No se por qué razón fue, ya que en esos días yo le metía mucha farra, vivía de noche y de día apoliyaba, pero del día de los bombardeos me acuerdo perfectamente. Cuando lo echaron a Perón, cerró la casa de comercio y fue como si también poco a poco me empezara a declinarme la vida. Igual que las puertas que veinte años antes estaban espléndidas, yo también me iba descascarando, poco a poco, derrumbandome de a pasos. Cada vez tenía menos minas, menos éxito. Los pibes me decían "Cipriano", por el tango, viste. Al principio yo también lo negaba como vos lo negás ahora, aunque vos lo negás por educación y yo lo negaba porque no lo quería ver, viste. Pero la cosa es que daba pena ver semejante esplendor venido a menos, los vidrios rotos, las persianas caídas. Y yo ya no tuve más que dos pares de tarros y un traje medio apolillado. Ahí me retiré. No tengo jubilación pero las mujeres siempre me han cuidado. Ahora vivo con una desde hace cinco años y la verdad que la quiero. Ella a veces me pregunta y yo le digo que la quiero. Pero la verdad pibe, es que las quise a todas.

Tuesday, April 03, 2007

El Potrero (Parte I)

Entre tantas latas era literalmente imposible apoyar la cabeza en ningún rincón. Los viejos del barrio, que sabían de cuchilladas y sombras, te decían que en una época con las latas de la Shell, desde las chiquitas hasta los tambores de 200 litros, se hacían enseres de hojalata. Los fabricaban en la esquina de Necochea y Suarez, en el fondo de un corralón donde tenían un pequeño horno a fuelle y se vendían a la mitad que en los negocios de por ahí. Pero un día dejaron de fabricarlos porque el garito, que era también parada de algunos compadrones, se pintó de colorado en un arrebato entre dos guapos que se la tenían jurada. Vinieron de la taquería y cerraron todo, esquina, corralón y hornito.

En predio quedó vacío masomenos hasta el treinta y durante todo ese tiempo fue paso obligado de todos los micifucez que patinaban desde el transbordador hasta el Banco de Italia. Se corría la chapa que hacía la clausura y ahí pasaban las fulanas con sus puntos de ocasión, caminando entre yuyos y baldosas hasta llegar a un ajadero de colchones en desuso, justo entre el cementerio de latas y el lugar donde calentaba el hornito. El lugar era bastante temible y tenía más de aguantadero que de conejera, pero en contra del pensamiento general y más allá de los gemidos circunstanciales nunca corrió sangre ni hubo fulería. Los viernes por la noche y siempre y cuando no hiciera frío, tres o cuatro musicantes plantaban sus banquetas en la vereda y nunca faltaba un rezongo o un pedido de tarantela, pero siempre al cuete, porque el corralón sólo sabía de tango y milonga: había nacido lumpen y a mucha honra.

Una vez llegó un fulano de San Cristobal, bizco y marcado el carrillo desde la oreja al mentón. Ya arañaba los 60, el pelo gris, el pilcherío impecable y los tarros al tono. No quizo copar al parada y respetuosamente se quedó parado en la puerta como pidiendo permiso. Yo que en ese momento era pibe y repartía diarios, pasaba por el corralón y me quedé mirándolo medio bobo y el tipo que enseguida me cachó redondo me encaró y me dijo:

Muchacho, usted es de acá?-
Sí señor.-
Ando buscando a Peralta. Lo conoce?-
Sí señor.- Y justo sale Peralta del corralón y se abraza con el desconocido sin mediar palabra. Luego le pregunta como está y me mira y me dice (Peralta):

-Pibe, usté por ahí no lo conoce pero le presento a Juan Cabello, que supo ser el mejor bailarín de tango de norte a sur hace unos años. Usté pibe es muy chico y por ahí no lo conoce, le digo, pero acuérdese de este momento y preste atención.

Y así conocí a Juan Cabello, que aunque nadie sepa existió y fue lo que fue antes que Charlo y Poncio y Podestá lo pasaran al pelpa. Me sonrió y se le ablandó hasta el tajo del cachete, me sacudió el pelo amablemente y después no me dio más pelota. Pero bueno, al menos lo pude embrocar bien y hoy día me doy el corte de haberlo conocido.