Entre tantas latas era literalmente imposible apoyar la cabeza en ningún rincón. Los viejos del barrio, que sabían de cuchilladas y sombras, te decían que en una época con las latas de la Shell, desde las chiquitas hasta los tambores de 200 litros, se hacían enseres de hojalata. Los fabricaban en la esquina de Necochea y Suarez, en el fondo de un corralón donde tenían un pequeño horno a fuelle y se vendían a la mitad que en los negocios de por ahí. Pero un día dejaron de fabricarlos porque el garito, que era también parada de algunos compadrones, se pintó de colorado en un arrebato entre dos guapos que se la tenían jurada. Vinieron de la taquería y cerraron todo, esquina, corralón y hornito.
En predio quedó vacío masomenos hasta el treinta y durante todo ese tiempo fue paso obligado de todos los micifucez que patinaban desde el transbordador hasta el Banco de Italia. Se corría la chapa que hacía la clausura y ahí pasaban las fulanas con sus puntos de ocasión, caminando entre yuyos y baldosas hasta llegar a un ajadero de colchones en desuso, justo entre el cementerio de latas y el lugar donde calentaba el hornito. El lugar era bastante temible y tenía más de aguantadero que de conejera, pero en contra del pensamiento general y más allá de los gemidos circunstanciales nunca corrió sangre ni hubo fulería. Los viernes por la noche y siempre y cuando no hiciera frío, tres o cuatro musicantes plantaban sus banquetas en la vereda y nunca faltaba un rezongo o un pedido de tarantela, pero siempre al cuete, porque el corralón sólo sabía de tango y milonga: había nacido lumpen y a mucha honra.
Una vez llegó un fulano de San Cristobal, bizco y marcado el carrillo desde la oreja al mentón. Ya arañaba los 60, el pelo gris, el pilcherío impecable y los tarros al tono. No quizo copar al parada y respetuosamente se quedó parado en la puerta como pidiendo permiso. Yo que en ese momento era pibe y repartía diarios, pasaba por el corralón y me quedé mirándolo medio bobo y el tipo que enseguida me cachó redondo me encaró y me dijo:
Muchacho, usted es de acá?-
Sí señor.-
Ando buscando a Peralta. Lo conoce?-
Sí señor.- Y justo sale Peralta del corralón y se abraza con el desconocido sin mediar palabra. Luego le pregunta como está y me mira y me dice (Peralta):
-Pibe, usté por ahí no lo conoce pero le presento a Juan Cabello, que supo ser el mejor bailarín de tango de norte a sur hace unos años. Usté pibe es muy chico y por ahí no lo conoce, le digo, pero acuérdese de este momento y preste atención.
Y así conocí a Juan Cabello, que aunque nadie sepa existió y fue lo que fue antes que Charlo y Poncio y Podestá lo pasaran al pelpa. Me sonrió y se le ablandó hasta el tajo del cachete, me sacudió el pelo amablemente y después no me dio más pelota. Pero bueno, al menos lo pude embrocar bien y hoy día me doy el corte de haberlo conocido.
Tuesday, April 03, 2007
El Potrero (Parte I)
Publicado por Gilgalad en 1:26 PM
Etiquetas: Cuentos de la Esquina
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