Wednesday, May 03, 2006

Arroyo "El Gualicho"

El negro lo sabía por su sangre. La tierra es pampa cuando el horizonte se pavonea por los cuatro costados. Es dominio de caranchos y pajonales, reino de comadrejas y teros. Viento que arrastra campo afuera las calaveras de los indios de Catriel, pintadas por el payador que pinta, que viene galopando en su tobiano negro, justo cuando la huella se nos hacía camino.

Treinta leguas hasta el rancho, cuarenta vacas con sus terneros prendidos en las ubres jugosas, tres o cuatro jinetes, seis caballos, cinco perros, atravesar a nado dos canales que se desangran en el matadero del Samborombón, y amuchar cielo en cada amargo. Puro cielo. Como los ojos de la Parca cuando se clava en las costillas y sonríe.

Sonríe la turra porque nos conoce a todos, pero galopa a la par del negro Cordomí, como paleteando un malacara de guampas.

Al pie del estribo, un trago lento de vino nos deja los labios tintos. Es vino de bota, de la bota del payador que pinta las calaveras de los indios de Catriel. Sirve para empujar un costillar con ramas de eucaliptus.

Me dicen que viene a lo lejos, pero se siente en la nuca.

Ahora me dicen que puede ser que ya este llegando.

Los tres o cuatro miramos mas allá de la línea roja, mientras cavilamos un almuerzo postergado, una tira flaca que tiene un gusto que se perderán los siberianos. La galleta, me dicen, es la galleta, le da otro sabor. Asiento. Me siento. Para mí que la leña.

Ya no me dicen que viene, no hace falta.

Volvemos a ensillar y la huella. La de las Calaveras de los indios de Catriel que vuelven del malón grande, y el payador que pinta las ve volver de a una, con sus lanzas quebradas. Nosotros las corremos desde atrás con cuarenta vacas flacas con sus terneros babosos.

Le ganamos el tiro a la noche; antes de que despliegue su fuselaje, ya habíamos cruzado el arroyo El Gualicho. El frío se afloja con el filo de una botella de Bols que viajaba entre los cueros. Se guardan tragos para el desayuno, los más valiosos. Se duerme punteando estrellas en la bóveda, masticando rocío con las muelas, con el olor de la bosta fresca en las narices. Se duerme.

Con el primer gajo, se desprende madura la mañana de su planta. Ya estábamos duros en los recados, los tres o cuatro éramos sombras fúnebres de un Cid altanero, con un ejército vacuno. Los perros no perdían ni un pedazo de horizonte rojo, ni un garrón de ternero guacho. Soplábamos humo por las bocas mendigantes. Ya pisábamos nuestro destino.

Treinta leguas y ahí estaba el rancho, cuarenta vacas con sus mamones, seis caballos, cinco perros, tres jinetes, no cuatro. El alma del negro se había quedado pastando en las orillas del Canal que se desangra.

Tuesday, May 02, 2006

Gloria, Dios

a los creyentes,
los evangelistas bravíos
con la camisa limpia
en el centro de la plaza polvorienta
a voz en cuello
proclamando salvación
entre palomas obesas
y pancherías.
Creyentes como espejos
que nos bautizan huérfanos de ritmo.
Creyentes como brasas
quemando el césped seco.
Credo barco campeón,
brioso, atado al muelle.
Creencia desde el nido, con un rigor de abeja.
Creyentes que se mueven
en lengua mansa en voz definitiva.
Creer grito cerrado, girar llave
de hielo en el vacío,
de hielo envejecido esperando la tierra,
alguna forma en la combinación del viento.
Hay creyentes de duda entretejida
a las tres menos cuarto de la tarde,
eructando su rayo que entra al ínfimo,
al fiel departamento
y casto baño
donde Faustina cuelga ropa,
donde recuerda al compañero de bailanta
que amanece apedreado por la suerte
en la misma plaza, el domingo
donde invoca el creyente con la Biblia en la mano,
donde pide el creyente (de buena fe, porque el creyente cree)
más arrepentimiento.
La fe es, en efecto,
menos amigable que un cocodrilo.

carrera de bondi

Habíamos dejado Dublin a las 8,30 am con las caras desbordando de lagañas. Habíamos hecho tres horas y media de autobus. Habíamos llegado a Belfast al mediodía de un domingo, una ciudad desierta y militarizada, con tanquetas y patrullas en las calles.

"-Henryyyyyyyyyyy!"

Al llegar a la estación de autobus, lo primero que hicimos fue preguntar a qué hora salía el micro de vuelta para Dublin. La respuesta "-En una hora." nos borró el sueño de la cara. Incluso con el objetivo poco claro que teníamos, el tiempo no nos alcanzaba.

"-Henryyyyyyyyyyy!"

Habíamos llegado a Belfast con la idea de pasar el día. "-¿Qué hay en Belfast?" me preguntaron el Negro y Cancho. "-¿Qué hay en Belfast?" me preguntó en su acento pelirrojamente irlandés la dueña del Bed & Breakfast donde nos hospedábamos, al vernos salir tan temprano ese día.

"-Henryyyyyyyyyyy!Are you fucking sleeping?" gritó el inspector.

El inspector de barba, de uniforme, de acento arrastrado, fue la primer persona que nos preguntó qué demonios habíamos ido a hacer a Belfast. Henry apareció, evidentemente dormido, y recibió una cascada de explicaciones en ese inglés gaelizado inconfundible e inentendible. Salió corriendo, se metió en el garage y apareció montado en un autobus vacío con la puerta delantera abierta. "-Come on guys! Hurry up! You've not much time!" gritó el inspector y acto seguido, pese a la inverosimilidad de la situación, los tres nos subimos a las corridas.

Ruido de gomas, frenadas y curvas. "-THERE!" gritaba Henry después de alguna frenada poco sutil. A la voz de THERE! los tres turistas evidentes, bajaban corriendo del bus, disparaban las cámaras y volvían corriendo a subir al bus. El ritual estaba ordenado a repetirse tantas veces como fuera posible, en los 45 minutos que nos quedaban antes de tomarnos el último autobus, el que nos llevaría, después de solamente una hora en Belfast, de vuelta a Dublin.

En la estación, Henry se negó a aceptar nuestra propina, que tampoco era gran cosa: unas 20 libras. "-No thanks. Has been a pleasure!" respondía ante cada intento y el único argumento que demostró su validez fue el último: le pedimos que usara el dinero para tomarse unas cervezas con sus amigos. Nos despedimos entre grandes abrazos, menciones a Maradona, a Irlanda, a la Copa del Mundo, cuando no, a Inglaterra, "-dirtynaughtydogs" dijo él y nos fuimos con la sensación de qué, de haber contado con más tiempo, Henry y nosotros hubiéramos sido amigos entrañables.

Cuando llegamos a Dublin, muertos de frío y hambre, nos metimos en un lugar en el Temple a comer algo. El pub estaba semivacío y el dueño nos preguntó de donde éramos, qué hacíamos, en fin... lo habitual.

"-But what on Earth did you go to do at Belfast?"

"-Fuimos a ver los murales del IRA" le respondí en inglés. "-De hecho, es lo único que conocía de Belfast y la verdad que valieron la pena".

Monday, May 01, 2006

El olor del electricista que tomó cerveza en el almuerzo

De la bosta fresca.
De la bosta seca.
De la bosta quemada.
El olor filoso del plástico ardiendo.
El olor necio del metal.
El olor del pelo.
El olor a café.
El olor a colimba que no se va jamás.
El olor a banco.
El olor sabio del gimnasio.
El olor implacable de los guantes
El que queda en los vasos.
El olor de Liniers.
El que buscaba mi abuela para saber si yo había fumado.
El olor abierto del caballo.
El olor cerrado del perro.
El olor a basura, a cuero, a gin.
El olor triste de la linea de subtes “A” .
El promisorio olor de los supermercados.
El olor del mar. El olor de la comisaría.
El olor de muchos billetes limpios y lisos.
Todos los olores juntos en el
agrio, laberíntico olor
interrogante de alguien negándose a dormir.

Platón en el nido

Ya resignamos las vanguardias.

La pasión, que movía en sus hilos el vértigo del hombre, es hoy el estudiado ciclo de un tren furioso, que jamás descarrila.

El riff legendario, un barco de papel meciéndose en el océano, a la espera del pescador que llega a soplarlo en su fuera de borda. Apenas si logra conmover un esqueleto, él, que se contorneaba en Memphis con el frenesí que hoy sólo conservan las bestias en celo durante las gastadas primaveras.

La gambeta de potrero es un bono contribución que busca un comprador acaudalado, como el luchador aquel que trocó su cinturón mundial por una corbata en el Consejo.

¿Y qué quedó de los sagrados escribas? Si los viera Pessoa, en fila, pugnando por una silla en el ring side, con la radio puesta en la emisora que transmite las últimas listas y la mano repasándose los testículos en busca de un tajo de buena suerte.

Veanlo! No somos más que vagones uniformes girando en círculo por las mismas vías, sin posibilidad de detenernos a observar la luna que se levanta entre los edificios.

Vagones cautivos de la máquina que arrastra nuestro pesado andamiaje.

¿Qué quedó, pequeños camaradas, de las velas ardientes que hacían retorcer de gozo a los intrépidos bufones que apoyaban sus manos en la llama?

Sólo la poesía, postrada, ausente, milenaria, vínculo incólume entre el que es nadie y los nadies, permanece ignorada y feliz, en el rincón de los retazos gastados, en ese margen de paraíso sobre el cual el tren todavía no avanza.