Friday, November 12, 2010

Odisea

Para Homero, el pescador
Para Homero, el constructor de mitos

odisea.
(De Odisea, título de un poema homérico).
1. f. Viaje largo, en el que abundan las aventuras adversas y favorables al viajero.
2. f. Sucesión de peripecias, por lo general desagradables, que le ocurren a alguien.

Pickup

La pickup estaba estacionada en la puerta del supermercado y sus ocupantes adentro. Conductor y acompañante. La pickup era celeste con dibujos. Había visto algunos años y ahora pasaba como con esas cosas que son demasiado viejas para ser modernas y no tan viejas como para volverse clásicas. Las líneas del diseño tenían su tiempo, daba la impresión de ser demasiado cuadrada y sus partes, mecánicas y eléctricas, presentaban dificultades o directamente se rompían y dejaban de funcionar, como cuando la gente empieza a sentir que sus rodillas y tobillos ya soportan mal el peso del cuerpo, o que no es tan fácil conciliar el sueño, o que para el hígado ya no es lo mismo tomar cualquier alcohol.


Pasajeros

Bajaron ocho del bus y cuatro venían juntos. Tres muchachos y una chica. Habían atravesado el río (dos horas cuarenta y cinco minutos), la ruta hacia la capital (dos horas), la capital (una hora), y luego por la interbalnearia hasta el supermercado (otras dos horas). Sumando, hacía siete horas y cuarenta y cinco minutos que estaban viajando, sentados o acostados, incómodos, en diferentes tipos de latas: latas con quilla, latas con ruedas. Las rodillas les rechinaban por la falta de lubricante. Y también los dientes. Habían dormido poco, mal y la noche ya había quedado atrás en los recuerdos. El sol del verano hacía que las latas -ruedas, quillas- se calentaran a través de los vidrios y el aire del interior se volviera asfixiante; así que cuando los ocho bajaron del bus (los cuatro que venían juntos y los cuatro que no) todos respiraron el fresco de la mañana como un soplo en la cara.


La idea

La idea surgió como de repente, ya nadie recuerda. Ella se lo propuso a él o al revés. Habían hablado algo en el viaje. Un cuento sobre caminatas en pueblos europeos y subidas y bajadas y helados de vainilla y hermanas. Ninguno de los dos puede afirmar en forma categórica haber entendido el cuento ya que hablaban en inglés porque era el único idioma que tenían en común, pese a que no lo dominaban por completo. Fue el aire fresco de las diez de la mañana, fue el viento de la costa que estaba cerca, o el paisaje de verdes y colinas o el desafío o un conjunto de todas las cosas. De golpe los dos decidieron ir caminando antes la incredulidad de los otros, los de la pickup celeste y los que habían bajado del bus. Fue el desafío, o las colinas, o los árboles y los médanos, el sol suave de la mañana de verano. Algo de eso fue y de golpe se había decidido. Comunicaron a los demás lo que iban a hacer, cargaron los bolsos de viaje en la caja de la pickup y sólo conservaron una mochila pequeña y la valijita donde estaba la cámara de fotos. El llevaba la mochila y ella la valijita. La pickup arrancó sin ellos.


Supermercado

Antes de caminar decidieron aprovisionarse. Entonces fueron hasta el supermercado, que estaba sobre la interbalnearia y frente a la estación de servicio. Compraron todo lo necesario: una crema protectora contra el sol factor 25 y dos botellas de agua de 300 cc.. Como ya era plena temporada, los precios eran altísimos y el tipo de cambio no favorecía para nada, decidieron detener las compras allí mismo. Por un momento pensaron en llevar algo para comer pero después lo consideraron superfluo. Comer es superfluo, que duda cabe.


Hasta la curva

Ya se sentía el calor. Optaron los dos por empezar la caminata sin medias. Se acomodaron la ropa de tal manera de que fuera suelta, fresca y una vez que estuvieron listos, arrancaron. Ella se puso unos pantalones cortos medio surfistas y él, que tenía de esos a los que se le desprenden las piernas, hizo exactamente eso: le desprendió las piernas. Una recta se perdía hacia arriba, suave y terminaba en una curva, de espaldas al mar entre médanos y pinos que dejaban de ser ralos poco a poco. En los primeros quinientos metros, la vegetación le empezaba a ganar a la playa. El camino asfaltado subía hasta una curva que doblaba a la derecha, siempre de espaldas al mar. En la mitad del tramo divisaron una cruz enorme hecha de hormigón, como una advertencia para los conductores, algo que relacionaba el manejo imprudente con el cielo y el infierno. Automóviles iban y venían, iban hacia la costa y venían de quien sabe donde, pero a ellos dos nadie les prestaba atención, eran como invisibles. Cuando llegaron a la curva, él imaginó la laguna porque ya la había visto. Para ella era la primera vez así que no imaginó nada, o si la imaginó, nunca lo dijo.


Los primeros cuatro

Eran diecinueve (¿o eran diecisiete?) kilómetros hasta la ruta y luego casi ocho kilómetros más. En total exactamente veinticinco kilómetros y novecientos metros hasta la tranquera. Parecen pocos y durante los primeros cuatro parecieron realmente pocos, tanto para ella como para él. Caminaban juntos y era el paraíso de los enamorados. Él notó que ella estaba incómoda por el peso de la cámara de fotos y se ofreció a llevarla. Cruzó la cinta desde el hombro hasta la cintura atravesando el pecho como una franja diagonal y se acomodó lo mejor que pudo. Ya no se veía ni la costa ni la cruz, y los médanos se transformaban en colinas y los pinos escasos en bosques de abundantes pinos y eucaliptos. Los primeros cuatro, parecieron realmente pocos, tanto para ella como para él.


Pesos y medidas

Cuando terminaron esos primeros cuatro ya no se sentían tan cómodos. Durante el último de los primeros cuatro, el muchachito empezó a notar con preocupación las gotas caían por su espalda y los pantalones y los calzoncillos le rozaban la cara interna de los muslos. Si no lo solucionaba se iba a transformar en un problema. Además la correa que caía oblicua era incómoda. Si la encajaba muy arriba del hombro le raspaba el cuello y muy abajo se le caía la valijita de la cámara de fotos. El camino seguía en subidas y bajadas, las primeras eran cada vez más pronunciadas. Durante todo el camino, se iba a subir bastante más que bajar. Al terminar esos kilómetros la valijita había duplicado su peso y también la mochila. De las botellas de agua, una estaba vacía y la otra por la mitad. Pese a eso, también esos objetos habían ganado peso. Ella miraba preocupada el agua y él sus muslos. Quedaban veintiún kilómetros y novecientos metros y ya no parecían tan cercanos ni fáciles, aunque tanto ella como él estaban todavía con sus energías a tope. Ella le mencionó lo de las botellas y él le dijo que por allí había una bomba de la empresa de agua, que podrían recargar y sólo era cuestión de hallarla.
Pero cuando terminaron esos cuatro kilómetros, pese a las sonrisas y el buen trato ya no se sentían tan cómodos.


El agua… ¿qué agua?

Doce del mediodía y se sentían como en un spaghetti western: los dos protagonistas, abandonados sin agua en el desierto empezaban a alucinar. No había agua excepto la de la zanja a los costados del camino y no parecía muy salubre. Él la miraba con menos escrúpulos que ella. Nunca habían hallado la planta potabilizadora y en las botellas ya no quedaban ni gotas. Los muslos de él ya estaban en el proceso irreversible de la carne viva. Lo positivo era que habían avistado la laguna y las casas que la rodeaban. No estaban cerca de llegar ni de ningún lugar, pero el paisaje era impactante pese al calor, y un buen paisaje aliviaba los problemas. Había casas aquí y allá, bosques aquí y allá, caminos y puentecitos como de juguete. Otra vez, la vista era de sueño y costaba sacarle los ojos de encima. Pese a ello, el calor y el malhumor los habían invadido a ambos. Y los mosquitos. Ahora había mosquitos. Decidieron sentarse a la sombra, frente al camino y bajo unos arbustos que no podían calificar como árboles pese a la voluntad. Pero corría una brisa y de repente todo se puso mejor cuando él recordó que tenían dos porros que por casualidad no habían dejado en las mochilas que quedaron en la pickup celeste. Y tenían fuego también porque en esa época los dos fumaban. Eso, y un viento renovado fue suficiente para aliviar el malhumor. Encendieron el primero y hubiera estado bueno tener algo para escuchar música. Un radiograbador, una radio. Tenían una necesidad explotadora, él por Johnny Cash, ella por Gogol Bordello. Les brotó una sonrisa (a ambos) y se relajaron. Fue su oasis en el medio del desierto.


La causa

La mitad exacta del problema del agua se había solucionado: él había decidido refrescarse la cabeza y tomar agua de la zanja. Ella no, y empezó a preguntar insistentemente donde podrían reaprovisionarse. Mientras tanto el sol les cacheteaba las nucas y picaba. Ya no sabían como acomodarse la ropa, a él se le pegaba todo, a ella le salían llagas en los pies. Fue entonces cuando el hombre confesó algo que venía ocultando durante los últimos seis kilómetros: sabía que había un bar de día-burdel de noche, el Jamaica, en algún lugar. Y sabía que ahí tendrían agua. Lo que no recordaba era si quedaba en el kilómetro catorce, en el diecisiete, en el diecinueve o en el veintiuno. Y mintió que creía, que estaba prácticamente seguro y casi no tenía dudas, que en el catorce. En su cabeza también creía, estaba prácticamente seguro y casi no tenía dudas. Quería creerlo, porque para el catorce faltaban únicamente dos kilómetros que atravesaban dos colinas bien empinadas, pero eran sólo dos kilómetros… dos mil metros, cuatro mil pasos. Y ella que moría de sed y calor y no se había refrescado en la zanja, también necesitaba creerlo.


Oferta

Pasó una pickup y los vio en un estado lamentable. El camino tenía bastante tránsito pero ellos dos eran fantasmas y nadie, en doce kilómetros, se había detenido ni los había mirado. Los de la pickup eran jardineros, se ocupaban de los bosques y prados de las casas que bordeaban la laguna y sí habían notado algo fuera de lo cotidiano en el medio de la naturaleza. Les preguntaron para donde iban y si querían que los acercaran a algún lado. Se miraron y rechazaron la oferta. No podían rendirse con el agua solamente a dos kilómetros. Los jardineros los miraron extrañados y siguieron.


El enojo

Dos mil metros, cuatro mil pasos, pueden ser muchísimos o bien pocos, todo es relativo, ya se sabe, todo es relativo. Y pueden ser bien pocos incluso cuando uno está cansado, con los pies reventados y tiene que marchar colina arriba. Porque todo es relativo. Y porque la proximidad de agua alimentaba la proximidad de esperanzas y eso le daba un empujón a los dos cuerpos que caminaban al costado del camino y que estaban polvorientos y cansados. Por eso el kilómetro trece no tardó en llegar y él que ya había estado muchas veces por ahí aunque jamás caminando, supo con certeza psicótica, que en el catorce no había nada y probablemente en el quince tampoco. Decidió ser valiente, tomar el toro por las astas y decírselo. Lo único que recuerda es la mirada de ella cargada de odio. Ella se moría de sed y él no hacía nada para ayudarla. El tipo parecía estar contento con todos sus engaños como si el único fin que tuviera en la vida fuera hacerla sufrir. Y era profesional en eso, ya que ella sufría como una loca mientras él se reía aunque no tuviera la menor idea de lo que ella pretendía. ¿Acaso él no le había dicho que el agua no era suficiente? ¿Por qué ella estaba tan furiosa? El había llevado la carga de la mochila con las cosas de los dos y la cámara de fotos, que a esa altura pesaba una tonelada, la puta cámara y la puta que los parió. Ella nunca estaba contenta. Él hacía su mejor esfuerzo y ella nunca estaba contenta. Pensó en dejar la cámara al lado del camino y caminar liviano y que ella se hiciera cargo de su peso pero decidió que eso iba a empeorar las cosas y le veía las espaldas y cada vez se retrasaba más y ella lo oyó pero no se dio vuelta, nunca se dio vuelta. Lo oía llamar pero estaba furiosa porque él no paraba de hacerla sufrir, quería que se volviera loca o regresara a casa y la castigaba con estas cosas así que decidió dejarlo atrás y seguir adelante y la distancia cada vez era mayor pero él la seguía todavía, se empeñaba en seguirla mientras veía su espalda y trataba de acordarse insultos mientras ella sin la menor consideración se alejaba más. Nunca entre dos almas hubo tanta distancia, y así pasaron el kilómetro catorce y los demás, y finalmente llegaron al diecisiete.



La paz

Fue un punto de inflexión. O fue, para los dos, ponerse a un lado. Dejar el centro de la escena. Pensar que ella estaba tan cansada como él y él como ella. Nunca contaron qué pasó, que los llevó a semejante odio y tampoco contaron como fue que se acabó el odio, como fue que empezó la paz. Hay veces que las cosas simplemente pasan de moda. Hay veces que tardan años en pasar de moda y otras pasan en minutos. Por qué pasan de moda es un misterio pero lo que sí se sabe es que cuando las cosas pasan es absurdo mantener las intensidades. Fue el camino, fue el kilómetro, fue el paisaje, fue su odio, fue el peso que llevaba, fue todo eso o nada. Pasó de moda el odio y volvieron a caminar juntos. Ella finalmente lo esperó y él recuperó la distancia. Ella le ofreció compartir el peso, llevar la cámara. Y él le dijo que no, que si la había llevado diecisiete, dieciocho kilómetros, podía seguir siete kilómetros y novecientos metros más.


No problem

El muchacho caminaba su kilómetro diecinueve y ya veía la ruta que se cruzaba con el camino. Estaba cansado, con los pies llenos de ampollas, los muslos rotos, cascados. Hacía rato que se había sacado los calzoncillos y se había quedado únicamente con el pantalón corto pero eso no sólo no le había aliviado el sufrimiento sino que se lo había empeorado. A ella el sol le iba dejando manchas rojas en la piel extremadamente blanca del cuello. También en los brazos y sus pies no estaban en mejor condición. Al ver la ruta, habían ganado nuevamente esperanzas porque él le había asegurado que allí se encontrarían con Jamaica, a pocos metros del cruce. Sin embargo, los quinientos metros que faltaban no fueron tan livianos, con tantas heridas y arrastrando llagas. Pero los hicieron y se apoyaron mutuamente. Cuando llegaron al cruce, él le mostró Jamaica. Ella pensó que se parecía a cualquier cosa menos a Jamaica. Sinceramente no parecía un lugar alentador. Una construcción de una planta donde de un lado estaban las habitaciones y del otro la whiskería. El calor era insoportable. Todas las ventanas estaban abiertas (en realidad no se distinguía si realmente había ventanas) y el bar parecía estar vacío. Una motocicleta de cross country estaba estacionada bajo una de las supuestas ventanas. Atravesaron la cortina de polvo que se formaba al lado de la ruta y entraron. Para el spaghetti faltaban solamente los pastos rodando. Se sentaron en dos sillas de plástico de las de jardín que nunca resultaron tan cómodas y se sacaron las zapatillas. Y pidieron dos botellas de de soda. ¡Bah! En realidad pidieron agua, pero sólo había whisky Dunbar o soda y para el whisky no estaban. Se tomaron una entera al instante, sobre todo ella, y abrieron la otra. Después de tranquilizar la garganta los dos empezaron a masajearse los pies, cada uno los suyos. Las cuatro plantas estaban repletas de ampollas y heridas. Finalmente abandonaron y se quedaron allí en el kilómetro veinte, descansando y esperando que el sol no estuviera tan alto. Incluso dormitaron un poco. La chica que atendía era su sombra pero resolvió dejar en paz a aquellos dos extraños. Evidentemente están exhaustos- pensó. Exhaustos sí, pero sonriéndose el uno al otro. Todavía faltaban cinco kilómetros y novecientos metros. Pero bueno, Jamaica realmente era no problem.


Recomienzar

Imposible ponerse las zapatillas. Al verse libres de las mismas los pies se habían inflamado y ahora se negaban a volver al encierro de tela, goma y cordón. Como era una tarea imposible, se las pusieron sin cordones. Cuando se pusieron de pie por poco se derrumban nuevamente sobre las sillas de plástico. Les dolían las uñas, las plantas, los dedos, las piernas. El tenía una quemadura en el cuello producida por la correa de la cámara, ella que era blanca caucásica de esos países con poco sol, tenía quemaduras en los brazos y en las piernas.
Cruzaron la ruta y empezaron a caminar siguiendo nuevamente el camino, doloridos pero con la tranquilidad de quien encara el último tramo. Una sospecha apareció simultáneamente en los dos pero fue ella la primera que lo expresó: No llegarían. Era como si en Jamaica las heridas hubieran descansado pero también se les hubiera garantizado la libertad de expresión. Cada paso era una pena y las penas se acumulan. Además cargaban con peso extra debido al agua (no cometerían el mismo error otra vez por más que estuvieran cerca) y las zapatillas sin cordones agregaban dificultades a la marcha. Probaron andar descalzos pero el asfalto rudimentario y las llagas les hicieron desistir rápidamente. Los dos lo sospecharon pero ella lo dijo. No iban a llegar. Cruzando la ruta por suerte el sol se ocultó. Ya no mordía como al mediodía y durante la parada en Jamaica el cielo había decidido darles un pequeño descanso. Pero no iban a llegar y los primeros doscientos metros fueron un suplicio, se arrastraron como mendigos, se apoyaron uno con el otro, paso a paso y todavía quedaban cinco kilómetros y setecientos metros más.


Arrastrándose

Los dos cuerpos caminaban en éxtasis. El hambre, la sed, el calor y las heridas habían provocado un doblez en el espacio tiempo. Se arrastraban, ya no por el camino ni por las colinas llenas de verde sino por un lugar dinámico que no podía encerrarse en una imagen. Tampoco el clima era definible. Cuando ella pensaba que el sol la castigaba, el veía una nube oscura que les daba un poco de frescor. Cuando el sentía que los pies se le descarnaban, ella alucinaba que nada le dolía y su voluntad les permitía a los dos seguir avanzando. Sus pensamientos habían dejado atrás las categorías. No importaba que relación tenían o como se habían conocido o si se querían mucho o poco. Lo que los juntaba era lo miserable de la situación, la fiebre sin fiebre, el dolor sin dolor, el hambre sin hambre. En algunas oportunidades se tiraban a descansar bajo la sombra de algún árbol y parecían dos niños acurrucados con las cabezas juntas y en esas oportunidades parecía que también sus pensamientos se acurrucaban y se mezclaban entre sí. Lo hicieron numerosas veces ya que en este tramo sólo podían hacer cien o doscientos metros de un tirón y después de esas distancias necesitaban descansar. Descubrieron el cadáver de una serpiente enroscada sobre el asfalto, y pensaron en silencio que esa era una prueba tangible de que el calor era algo real por más que sus cuerpos ya no lo sentían. Hicieron unos minutos de silencio respetando el cadáver y el cansancio. Cuando levantaron la vista, a lo lejos, por la cinta del camino que atravesaba las colinas, se venía venir la pickup celeste.


Una banana, una manzana

La pickup se detuvo frente a ellos y el conductor los miró con cierta sensación de alarma. Les dijo que iba a buscar a otros viajeros y les preguntó si querían subir pero ellos dos se negaron. Pese a todo querían llegar por sus propios medios. De la pickup salió una mano con una banana y una manzana, y él los tomó. La pickup siguió en rumbo opuesto al que ellos tenían, hacia la costa. Se perdió y recién entonces ellos miraron las frutas. Se volvieron a sentar y empezaron a mordisquear la manzana. No era muy jugosa. Más bien arenosa, pero igual fue un viaje a otra dimensión. Los refrescó como nada los había refrescado nunca, les permitió hablar nuevamente, las bocas se enjuagaron y el escaso líquido caía por sus mentones. Y todo se volvió maravilloso. Luego se miraron fraternalmente, con esa hermandad que provocan las experiencias, se levantaron y siguieron caminando. Bajaron un cañadón y llegaron a un puente que atravesaba un pequeño río. El se deslizó hasta la orilla y llenó las botellas con agua, no para tomar porque no tenían necesidad -habían calmado la sed- sino para refrescar su nuca y la de ella. Le hizo bajar el cuello y la miró. Su nuca le había gustado desde que se conocían. Suavemente le tiró agua y la masajeó. Seguidamente tomó la banana y la partió en dos. Cada uno se entretuvo con su parte pero al poco tiempo se miraron a los ojos. Sus pensamientos parecían seguir juntos, unidos, como dos voces en la misma cabeza dialogando entre sí y lo que sus ojos reflejaban era incredulidad ante lo que estaba pasando. Siempre habían escuchado acerca de las bananas y el potasio pero jamás habían sentido la experiencia de que los músculos se les regeneran de manera consciente. En segundos se les aliviaron los calambres y los dolores, se pusieron de pie y siguieron cuesta arriba, exhaustos sí, pero ganando fuerza de donde podían. Cuando subieron la loma después del río, pudieron ver su destino. Estaba todavía a dos mil metros, pero eran dos mil metros solamente. Cuatro mil pasos hasta la tranquera y luego atravesar el campo y luego un lago, una casa de piedra, una reposera, comida, bebida. El ya conocía donde iban. Ella no, pero él le contaba mientras caminaban.


El último kilómetro

Imposible. Imposible. Casi seis horas más tarde volvieron a pasar los jardineros. Iban en un auto viejo y latoso, lleno de herramientas. Ellos querían llegar antes que volviera la pickup celeste porque querían ser los que dieran la sorpresa en la casa de piedra y no la pickup que no había hecho ningún esfuerzo durante todo el día. Entonces aceptaron la oferta. Fueron los últimos quinientos metros de camino y después faltaban otros quinientos de campo traviesa. Y durante esos primeros quinientos metros los jardineros los acribillaron a preguntas. Ella se sintió bien, parecía que hubiera realizado una proeza y la pasión de los jardineros lo confirmaba. El muchacho, como de costumbre, no se relajó, era más desconfiado que ella y no dejó su actitud vigilante. Qué los jardineros no se desviaran, que la pickup celeste no apareciera, que no hubiera nadie en la tranquera. Cuando llegaron al punto correcto, él le pidió al conductor que parara. Bajaron ellos, la mochila y la cámara. Agradecieron a los jardineros, que siguieron su camino mientras ellos se aligeraban del peso extra que no era mucho, sólo las botellas de agua. Hicieron un pequeño esfuerzo más y saltaron la tranquera. Caminaron una recta hasta que apareció una cañada y empezaron a descender. El dolor era distinto, estaba presente en las heridas y las llagas pero el cansancio se ausentó. Pasaron la cañada y comenzaron a subir por la ladera de una colina, la última de todas. Cuando llegaron al tope encontraron otra tranquera. Él la conocía. Ella no. Él le señaló la casa, el lago, las otras casas. Se tomó un tiempo para mostrarle todo lo que era suyo, cada vértice, cada tono de verde, cada nido de pájaros y cada empujón del viento. Ella, que amaba las cosas de la tierra mucho más que él, enseguida las tomó para sí. Tenía su derecho. Lo duro de la jornada era el precio de la posesión. A partir de ese instante, lugar sería siempre les pertenecería. Desde la tranquera enfilaron para la casa de piedra. Llegaron y él se tiró al lago. Ella a una reposera. Durante algunos minutos no hablaron. Un rato más tarde apareció la pickup celeste. Conductor y acompañante. Celeste con dibujos.


Enero 2005

1 comment:

Homero Beltrán said...

Un bálsamo, viejo, un bálsamo.