Saturday, March 12, 2011

Excursión a Formosa (segunda y penúltima parte)


(No sé si existe el antónimo de provincianismo, pero ese significado intentaré evitar en estas líneas; además propongo tener en cuenta que mi estadía fue de menos de 48 horas)

A mi llegada, la terminal de aviones vivía uno de sus dos momentos clave del día, que son el de la partida y el de la llegada del vuelo de ida y vuelta que realiza un mismo avión (excepto los miércoles, que no hay conexión). Bajo de la nave, atravieso la explanada y llego al hall del aeropuerto. Los tipos con carteles de cartón escritos a mano invitaban a pensar “qué pasaría si le digo: -yo soy xx (repitiendo el nombre se lee)”. Como que bien da para hacerle un cuento del tío. Y eso pasa en todos los aeropuertos del mundo.
Pero a mí no me esperaba ninguno de ellos, sino el titular de la dependencia provincial de un organismo nacional. A las horas del encuentro este hombre me confirmaría algo que mis prejuicios ligados a cierta, pero insuficiente, información previa, me indicaban: más del noventa por ciento de la población de la capital provincial subsiste gracias al estado, sea en forma de empleo o subsidio.
Subimos al coche oficial que él manejaba. En pocos minutos llegamos al centro de la capital, la cual, diré, a riesgo de sonar peyorativo, por fisonomía y dinámica me hizo acordar a los alrededores de alguna de las estaciones del Roca bonaerense. No pasaba mucho. Y menos en ese horario: tres de la tarde (lo de la siesta no me lo tenían que confirmar, el intenso calor invitaba a no moverse mucho, aunque personalmente la humedad a la porteña –nosotros estamos al lado del Río de la Plata, ellos, los formoseños capitalinos, al lado del río Paraguay- me parece el peor amigo de la siesta).
La oficina pública en la que tenía que hacer mis labores ya había cerrado, así que lo único que necesitaba hacer con obligación ese día era encontrar hotel. Mi anfitrión me llevó a recorrer las tres opciones tres estrellas que había (mis pretensiones no eran turísticas, y para el caso sólo había un solo hotel turístico). De los dos que tenían vacantes elegí el más céntrico, aunque entre ellos están bastante cerca, cinco cuadras. Se trataba del hotel de Gendarmería Nacional, para corroborar aquello de la presencia estatal.
La recepcionista me dio las llaves y el control remoto, que tomé con algo de aprensión (que intenté no exteriorizar), pensando en la cantidad de personas que lo tocaron antes que yo, y cómo tendrían sus manos; pero llevar este axioma al extremo me conduciría a nunca más tocar plata. Quinto piso. La habitación estaba justo encima de la sala de máquinas de los aires acondicionados. Pese a los ventanales, el ruido era notorio y sostenido. También llegaba adentro el calor húmedo (muy parecido al porteño, repito), por lo que cerré pronto las ventanas y prendí el sinfónico aire acondicionado. Me bañé y luego hice un poco de zapping. La única diferencia con lo que conozco eran dos canales, uno local y otro paraguayo. Envidié la manera en que los actores de una ficción cómica que transmitía uno de estos alternaban el español con el guaraní. Gran virtud, manejar dos matices de palabras y sentidos en uno, me parece.
Ya casi era la hora del té cuando me decidí a deambular un poco por el centro. Según me habían dicho estaba a sólo unas cuadras, del que no me hubiera percatado si no me decían. Tenía hambre, mucha, pero todo estaba cerrado, menos una confitería que adiviné clásica, llamada Cascote. Gran nombre, pero carísimo el lugar. Un sánguche y una cerveza cincuenta mangos. Pagué y seguí caminando hasta llegar a la calle España (el patriciado de la nomenclatura en las calles además de homenajear a la madre patria rinde culto a los próceres y fechas clásicas como San Martín y 25 de mayo). Miré para todos lados. Algo había cambiado: gran dinámica, gente por todos lados. Chicos saliendo del colegio, siempre con uniforme (hasta los de colegio estatal), hombres, mujeres, motos por todos lados. Una escena me llamó la atención: grupos de cuatro o cinco mujeres, cada diez metros en la cuadra más concurrida. Comadres poniéndose al día, supuse. Y también cientos de motos, como una Roma del norte argentino. Y también (y ahí la razón de lo anterior, seguramente) negocios de venta en cuotas, uno al lado del otro, uno en frente del otro, invariablemente concurridos. Y muchos locales de teléfonos celulares. Y policías, que por recordarlos deben haber sido muchos.
Ya estaba cansado de caminar, así que me volví para cenar en el restaurante de hotel, no quería más sorpresas gastronómicas. Con cada paso, voy dejando atrás el centro mientras los carteles de Gildo (Infrán, aquí no se necesita aclarar el apellido) me asustan un poco desde mi rol de incauto progresista porteño.
Tenía que pasar por la plaza principal, pero antes de llegar a esta percibo una fila de gente de una cuadra. Yo estaba enfrente. Cruzo, miro despechadamente tratando de averiguar de qué se trata. La cola comenzaba en local del Correo Argentino. Reparten el aparato de la televisión digital argentina. Hay papeles con listados en las paredes. Curioso, pensaba que este sistema tendría poco predicamento, pero parece que en algunas poblaciones tendrá suceso. También, que hoy en día no sería difícil repartirlo sin necesidad de que se formen aglomeraciones de personas.
Llego a la plaza. Ya cae la noche y dos madres miran atentas como sus niños se tiran de un tobogán de cemento, gigante por lo ancho. Alrededor me llaman la atención los árboles, y no por la cantidad, sino por la variedad de formas y especies. Todas crecen.
Voy dejando atrás la plaza y leo en un cartel: patio de skate. Claro, el tobogán era uno de los extremos del half.

2 comments:

Sancho said...

Qué buena crónica. El detalle de millones de manos distintas que manosean el control remoto y su equivalente con los billetes hasta la imposibilidad de dejarlos: siempre acosa esa duda en los hoteles.

Gilgalad said...

A mi me gusta la transición entre el ensayo y esta narrativa ficcionada con ritmo propio. Te provoca ensueño como el propio calor de Formosa.

Hay un cambio en esa forma de narrar a lo que el Pescador escribía antes. Me parece que antes era mucho más impersonal (pero con el deseo subyacente de ser personal). Ahora, en esta narración, no veo tanto el deseo de ser inocuo sino más compromiso con el subjetivismo.

Está bueno, atrapa, tiene gancho, va de la mano con el calor de Formosa.