Wednesday, March 16, 2011

Formosa (last)



Terminó el paseo por el centro. A comer como se debe, me dije creyéndome merecedor de un banquete. Supuse, bien, que el restaurante del hotel no me iba a defraudar. En el viaje de ida en avión, mi compañera de fila me había aconsejado probar empanada de yacaré. Me atrae experimentar nuevos ingredientes gastronómicos (alguna vez morfé delfín, nada del otro mundo), y además si el plato está en la carta, no te mata, seguro. Pero no encontré al yacaré en la lista. Buenas propuestas, pero nada exótico para mí, salvo una a base de surubí. La pedí, portentosa. Antes de irme pregunté por el yacaré. No es muy común, por ahí sale más en Paraguay, me dijo el mozo.
Segundo y último día. Dormí. Me levanto en la habitación del hotel tipo ocho, ya que el funcionario-anfitrión que me había recibido me dijo que la oficina donde yo tendría que hace mi trabajo estaría a full desde temprano, y ya luego de las 11 se va aquietando y mucho. Necesitaba estar cuando el lugar estuviera en llamas. Le pedí a este buen hombre que no me viniera a buscar, un poco porque quería caminar y un poco porque me incomodaba que estuviera pendiente de mí.
Todo listo para dejar el hotel. Una última mirada por la ventana. Abajo a la derecha, la piscina de una casa vecina, y pegado a ella un aljibe.
Tomo el ascensor (automático, muy sucio y de aluminio en placas, por lo que curiosamente resulta muy fácil de lavar, supongo). Llego a la conserjería. Dejo las llaves, devuelvo el control remoto, pago. Me voy despidiendo del hotel, un rito que invariablemente me causa algo de nostalgia.
Salgo con la mochila en la espalda, siento que el conserje y los que conversaban con él me miran a través del enorme vidrio de entrada. Tal vez no fue así.
Camino hacia la oficina donde me esperan. En el trayecto veo una nueva cola que da vuelta la manzana. Origen: un Banco Nación. Intento averiguar el motivo de la nueva alineación de personas, son todos esquivos los testimonios. Me siento un entrometido, aunque lo termino averiguando: jubilaciones y planes sociales. Paciencia sobra entre estas personas, que voy dejando atrás.
Llego a la oficina pública. Mi anfitrión no está y según me dicen sí está en una reunión muy importante (¿lo habrá hecho a propósito para darme a entender sobre su ardua labor?). Igual hago lo que tengo que hacer -por lo que vine-, gracias a la mano derecha (segunda firma, le dicen al cargo de esta mujer) de mi anfitrión. Siento que todos, el resto de los empleados, me tienen en cuenta mientras hacen artificial y ampulosamente el trabajo diario. Termino, pero me resta conversar con el mandamás, quien me llevará al Aeropuerto. No lo espero.
Me queda un hueco de dos horas. La caminata esta vez me lleva al borde del río Paraguay. Calor insoportable. Me siento a la sombra mirando el agua. Al lado mío pasan dos turistas extranjeros (los escucho). Se dirigen directamente a un puerto flotante desde donde salen las lanchas y catamaranes que van y vienen de la costa paraguaya, también a la vista. Imito a los turistas, transformándome en uno más. Ellos se paran frente a una especie de ventanilla de atención al público, donde se hace el trámite de migraciones, pues hay que salir de un país y entrar en otro. El que atiende, un gendarme, está sólo y nada me impide traspasar su línea lateral en dirección hacia donde está la venta de pasajes, cosa que hago. En eso, el uniformado sale de la casilla y a mi espalda me pregunta un tanto imperativo: ¿adónde va? Ultimamente decir la verdad me ha traído algunos dolores de cabeza a nivel personal (sincericidios le llaman algunos), pero no se me ocurrió otra cosa que ser enteramente honesto. “No sé”. Me dijo que pasara y volviera, acordando tácitamente entre ambos que no iba a viajar. Eso hice, y no vi nada más interesante que lo que había visto desde más lejos.
Estaba sobre la hora, por lo que, según lo acordado, me dirigí otra vez a la oficina pública me encontré con mi anfitrión, que se prestó a brindarme la asistencia que faltaba. Luego había que ir al Aeropuerto. Por suerte no me llevó él (tenía muchas casas que hacer, me dijo), sino su segunda firma, quien entre otras cosas me contó que el día anterior su hijo había comenzado el colegio. También me dijo que al crío no le había comprado ningún útil, ya que esa fue la indicación de la escuela. Y así fue: el pibe volvió a la casa con útiles y guardapolvo nuevos, envueltos en una bolsa con el sello de la gobernación provincial.
Volví a Buenos Aires y relaté esta última anécdota a una persona que, con algo de lógica y una mueca en la cara, me señaló que cuando algún país escandinavo asiste y subsidia a sus ciudadanos lo vemos como un ejemplo.

1 comment:

Gilgalad said...

Tal cual como venía, todo sigue en la misma línea, aunque este último capítulo noté una vuelta al ensayo por parte de la narración (igual en un devenir novelístico).

El párrafo del aljibe no le hace honor a la foto. Que engendro! Igual... como compatibilizar lo incompatible, no? Como maridar lo que no se marida (hablando en este lenguaje tan actual).

Me parece encantador algo que no se si vos tenés mucha conciencia de escribir, que es la obsesión por la limpieza (el ascensor, el control remoto).

También me gustó la balanza entre la cola para cobrar los planes trabajar... esa nefasta invención peronista de subsidiar seres humanos a cambio de votos... invención peronista ahora aplicada por la mayoría de los caudillos del interior que no son nada sino señores feudales, decía, me gustó esa balanza con la última de los útiles y de los guardapolvos.

Es cierto que el discurso progre antiperonista por ahí te pone como ejemplo el socialismo escandinavo. De cualquier forma nadie dice que regalar guardapolvos esté mal. O tal vez mucha gente lo dice, en todo caso me parece que regalar guardapolvos en Formosa está bien. Me parece que el problema no está en el asistencialismo sino en un montón de políticas más.

Pero bueno, eso es palo de otra discusión en donde nunca estaremos de acuerdo.

Eso sí, yo gorilón, jamás votaré al peronismo.