Friday, September 02, 2011

Crónicas del hampa porteña

Por Ricardo Ragendorfer

Gustavo Germán González fue uno de los pioneros del periodismo policial en la Argentina. Estos textos, extraídos de su libro Crónicas del hampa porteña (Editorial Prensa Austral, 1972), dan una pintura precisa del mundo delictivo de la década del veinte. Al respecto, se puede arriesgar la hipótesis de que, 90 años después, en el mundo del delito muy poco hay de nuevo bajo el sol.

Sala de Periodistas

“Desde los viejos tiempos y hasta poco después de comenzar el gobierno de Perón, la Sala de Periodistas del Departamento de Policía era un lugar de cita para los noctámbulos, que iban allí a jugarse sus pesos al monte criollo o al pase inglés. He visto bancar a comisarios y perder a jugadores “fulleros”, todos en pleno ambiente de camaradería.

Poco a poco fui conociendo a la policía y al hampa por dentro. Conocí a policías honestos, que eran los menos, y policías venales, que eran los más. Traté con delincuentes de todas las categorías, comprobando que entre ellos había muchos pesquisantes. Vi perseguir opositores, fabricar culpables y salvar criminales. En realidad, sostengo con razón que la cárcel se hizo sólo para los tontos, los honrados y los pobres. No sólo por obra de los malos policías, sino también porque nuestro Código Penal está hecho para ayudar a los malandrines, que fácilmente eluden la acción de la Justicia. Vemos ladrones con cien entradas y cincuenta procesos, que siguen libres y pobres trabajadores que cometieron por hambre una ratería y están entre rejas.

A propósito de la sala de periodistas del Departamento, recuerdo que en una oportunidad, fastidiado porque al llegar yo a primera hora hallaba los telegramas con las informaciones tirados por el suelo y seguía la sección de monte, imposibilitando la tarea periodística, publiqué entonces en el diario El Nacional, propiedad de Longo, un suelto denunciando lo que ocurría.

La superioridad dispuso la instrucción de un sumario y fui llamado a declarar en las dependencias del Departamento.

–¿Le consta que en la Sala de Periodistas de este Departamento de Policía se juega por dinero? –me preguntó muy serio un oficial.

–Y a usted también –fue mi respuesta–. Hace ocho días lo vi a usted que estaba mancando y por cierto me llamó la atención que hubiera puesta tanto dinero para arriesgar a una carta.

Se arregló este asunto del juego, entregando a los cronistas un carné especial e impidiendo la entrada a los de afuera. Pero esto duró poco y de nuevo se reanudaron las partidas, si bien terminaban antes del amanecer.

El Precio de la Libertad

Durante muchos años, el jefe de Investigaciones, comisario Santiago favoreció a un grupo de sus amigos y también a todos los periodistas destacados en el Departamento de Policía, haciéndoles ganar dinero mediante la liberación de los presos por la supuesta contravención de portar armas que se aplicaba y se aplica a los profesionales del delito, cuando no se les encuentra motivo para someterlos a proceso.

Detenidos en la vía pública o donde se los encontrara, los punguistas, escruchantes, serruchantes y ladrones de menor cuantía eran alojados en el cuadro Quinto durante una semana. Todas las mañanas los llevaban a la terraza del Departamento, donde eran sometidos al “manyamiento”, como se denominaba al acto de exhibirlos ante el personal de Investigaciones para que, una vez identificados por todos, resulte fácil reconocerlos en la calle. Luego se los remitía a la vieja cárcel de contraventores de la calle Azcuénaga y más tarde a la más moderna de Villa Devoto por treinta días, que llegaban a prorrogarse hasta seis meses, por lo que llamaban la ley Bazán. El detenido que no había conseguido dinero para pagarse la libertad, cumplido el mes de arresto, era de nuevo llevado al cuadro Quinto para regresar a la cárcel con una nueva remisión por “portar armas”, es decir, treinta días de arresto.

Los detenidos podían presentar un recurso de “hábeas corpus”, pero jamás prosperaba este derecho, ya que la policía los largaba por unas horas o los remitía a la Provincia cuando los jueces preguntaban por ellos. Sólo prosperaban los recursos presentados por dos o tres profesionales amigos del jefe de Investigaciones, entre ellos un procurador llamado Don Carlos que contaba con numerosa clientela, que a veces competía para acelerar trámites con los periodistas; eso sí, retenía una parte de la comisión.

Había en 1929, por ejemplo, una tarifa por las libertades obtenidas por los influyentes. Los carteristas debían pagar $ 200 por su libertad, los tratantes de blancas $ 500 y los pequeros hasta $1.000, pero estos sólo caían por rara casualidad, pues estaban bien organizados y protegidos por sus jefes.

El Lechero

El vendedor de drogas, Don Manuel, tenía una clientela numerosa, pero sólo en raras oportunidades llevaba el producto a las casas de sus compradores. Lo llamaban también El Caballero, por su porte, educación y generosidad. Descendía de una conocida familia uruguaya y había estudiado abogacía para terminar vendiendo cocaína con el propósito de pagar su propio vicio, ya que era un gran consumidor de drogas.

Luego puso un comercio de cigarrería para despistar, donde vendía paquetitos de clorohidrato de cocaína en las cajas de fósforos.

Hubo un traficante de apellido Lamas. Atendía casi exclusi vamente a domicilio. Era lechero y cuando entraba en las casas de departamentos del centro lo hacía llevando su tarro de leche, pero en el ancho cinto tipo rastra tenía los paquetes con alcaloides para los consumidores. Hasta fiaba.

También lo secundaba en el reparto una mujer apodada La Gorda, que atendía en su domicilio de la calle Independencia.

Los hermanos Saavedra fueron conocidos expendedores de drogas, y a la vez consumidores. Uno de ellos se suicidó un día que estaba excesivamente drogado con “H”, como llamaba a la heroína, droga más fuerte que la coca y cuyos consumidores terminaban casi siempre en el manicomio.

Había un mozo en la Copla Andaluza que era más la coca que tomaba que la que vendía. En una ocasión fue detenido; estuve presente cuando lo interrogó el doctor Leopoldo Bard, que por motivos muy especiales estaba empeñado en combatir la toxicomanía. Fue él quien presentó en la Cámara de Diputados el proyecto de ley, aprobado, por el cual se castigó la tenencia de drogas, mientras antes sólo condenaban a los que vendían.

“Vea usté, Doctor”, dijo el preso. “No es verdad que venda. ¿Qué voy a darles a otros, si cuando encuentro me la meto por los morros.

”Había cocheros que vendían coca. Uno de ellos, rengo, llevaba los paquetes en su pata de palo. Hasta vigilantes, como uno que tuvo su parada en Maipú y Corrientes, solía sacar de apuros a los que buscaban droga de madrugada, claro que pagándola más cara.

Con la Segunda Guerra Mundial comenzó a escasear. Ya no llegaba la Merck alemana ni la Bayer holandesa, que costaba al precio oficial cinco pesos los diez gramos.Comenzó a escasear, y apareció en el mercado la cocaína boliviana que tenía un horrible olor a pis de gato. Eso fue al principio. Años después, los bolivianos la habían mejorado sus destilerías y empezaron a poner en plaza un producto que, sin ser tan buena como la holandesa o alemana, era pasable. También por esos tiempos se empezó a usar, a falta de otra, una cocaína que parecía arena, no recuerdo cuál era su origen.”

1 comment:

Sancho said...

Muy lindo el glosario especializado. Ragendorfer es capo en estas cuestiones.