Lo
conozco desde que fuma
afilando la brasa del cigarrillo
con la ansiedad de los vivos
de las almas eléctricas,
que van puliendo lanza
quién sabe para qué.
Se va al balcón; busca evitar que el humo
llegue hasta su hijo: lo único sagrado
que él
reverencia.
Lo conozco desde que temblaba en las
peleas de los viernes,
a la salida del colegio: una liturgia
a la que no le había perdido miedo
y sin embargo profesaba
como una verdadera necesidad,
casi gimnástica del espíritu.
“Si no te peleás, no te respetan”
se decía, con esa candidez de lo catorce años
Y piña va piña viene,
le conocí roscazos,
moretones,
salidas impensadas,
y algunos cortes en la cabeza que,
aprendió, también, sangra como un rio.
Sí: la cabeza sangra como un rio
y no es nada.
Siempre sacó algo de la manga
siempre una fuerza, un truco,
que él mismo desconocía:
típico de orfandad
y deseo mal curado;
el recurso de perro sin vacuna.
Lo conozco porque
nos emborrachamos juntos por primera vez
a los doce.
Porque tuvimos la primera banda
con instrumentos baratos
que entibiaban esa pura bruma ciega
del desabrigo.
Guitarras inafinables: el fuego amigo.
Nos dimos cuenta de que cantar
tampoco era peligroso.
Y compartimos los mismos
ídolos de barro, becerros de oro,
“antenas” dijimos que eran
esos tipos lejanísimamente geniales,
que captaban y cancionaban como magos.
Nosotros, en cambio,
no sintonizamos la llama sagrada
pero
siempre andamos haciendo
un poco
de ruido
algún quilombito,
lo que se puede.
Lo conozco
desde que, en blanco y negro,
cabezones y orejudos
nos fajábamos fetén,
viernes tras viernes.
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