Una herencia suele acarrear una buena y una mala noticia. Obvias: un deceso por un lado, y lo que ese deceso te deja por otro. Pero también uno puede heredar sin el revés de la trama, por lo cual en algunos casos una herencia se puede convertir en una doble buena noticia. Y eso es lo que me pasa con el taller al que llevo el auto. Lo heredé de mi padre, quien, para reforzar su consejo, todavía confía en la sapiensa de Antonio cuando le falla su cuatro ruedas.
Claro, no todas son buenas. El taller de Tony es eficiente, pero un tanto caro. Además, queda a dos cuadras de la casa de mi viejo, que no me queda cerca.
Sea como fuere, aunque haya eficiencia, y uno vaya a comerse unas milanesas a lo de la vieja de paso, tener que llevar el auto al taller no es la mejor de las noticias, pues inexorablemente significa que algo o bastante de dinero se irá.
Y ese dinero se fue, hace un mes. Aquel mediodía del miércoles que dejé el auto en el taller del conurbano sabía que el problema estaría resuelto antes de que terminara la semana. Aproveché el acontecimiento de llevar el auto, para comer afectuosa comida casera, que de olla me tocó esta vez en suerte.
Pero el día continuaba. Con la panza llena, tenía que partir hacia Retiro. Colectivo-subte desde la casa paterna era mi plan. Me dirigí pues a la parada de colectivos paterna que está junto a un kiosco de revistas, a cuyo dueño conozco de chiquito y nunca saludé. Son varios los colectivos que puedo tomarme en esa parada. Ninguno pasa.
El tiempo me persigue, y me siento rehén de la parada. Por fin llega un colectivo que me lleva, pero que no tenía en el menú, pues se trata de una línea relativamente nueva, la 70, que une el conurbano directamente con Retiro. Un impulso casi irracional me llevó a extender el brazo y luego a subirme. Digo irracional porque sabía que a la larga tardaría más (el subte siempre es un golazo aunque se llegue a él vía trasbordo) y, según me habían dicho, ese colectivo atraviesa de cabo a rabo la villa 21 (también conocida como Zabaleta), que está detrás de la cancha de Huracán y se prolonga hasta Barracas. Un terreno no muy amigable para el forastero, pero yo habría de ir dentro del bondi, así que me pereció interesante hacer una especie de exploración de campo, en el mismo sentido en que por ejemplo alguna vez fui a un extraño ágape (presentaban la obra de una artista plástica, ¡con proyección y todo!) en una casa de barrio Parque.
Pago por el itinerario un precio muy bonaerense: $2,25. Por suerte, el colectivo está semivacío, lo que me permite elegir mi asiento preferido: el de uno, a la altura de las ruedas de atrás, que suele tener un desnivel hacia arriba.
Atravesamos Puente Alsina. El viaje parece fluir hasta que doblamos por la plaza de Pompeya. El colectivo frena en una parada donde una prolongada fila de personas nos estaba esperando. Prolija y silenciosamente, el colectivo comienza a llenarse. Pasan dos, tres semáforos, la tardanza se prolonga y comienzo a resignarme: me equivoqué, bueh.
Sentado, tuve que arrinconarme para generar un poco más de espacio, considerándome asimismo uno de los 21 o 22 cómodos privilegiados que había ahí adentro. Por eso, rogaba para que no se me parara al lado un lisiado, una persona mayor o una embarazada. No pasó, así que por lo menos pude seguir sentado.
Me miré, me pensé. Mis zapatillas Puma, mi morral de cuero, mi camisa blanca y me jean cuidadosamente gastado me distinguían entre mis compañeros de ruta, todos humildes laburantes: vestidos sin rasgos de moda, con un utilitarismo extremo, algunos hasta con herramientas en mano. Otra cosa que los distinguía de mí era la piel; ellos en general era más morochos, aindiados, lo que suele describir el porteño medio como “negro cabeza”. Me pregunté, y no fue la primera vez que lo he hecho, si nuestra sociedad no tiene una especie de racismo en eso de que los más pobres sean siempre los mismos. Algunos me han dicho al respecto que se trata de algo cultural. Evidentemente, no suelo rodearme bien.
El viaje continúa. A los lados, la villa se hace cada vez más ostensible. Paredes irregulares, de ladrillo o mal pintadas, calles repletas de basura, veredas de tierra, perros raquíticos, algún edificio de departamentos decente que adivino como plan de viviendas, que por parcial entre todo el escenario resulta ridículo. De repente, un chico caminando hacia atrás, de espaldas, cruzando la calle, que con cara de terror extiende un billete, que otro chico lo toma con cara de odio y sale corriendo.
También suben y bajan personas, incluyendo algunos pibes y pibas con guardapolvo, y en el balance el colectivo se va alivianando.
Nueva parada, se escucha una voz aguda que grita un balbuceo, si eso pudiera ser posible. Lo veo, me aterrorizo, un pibe de la calle “sacado” (tomó paco, supuse seguramente bien) sube sin siquiera mirar al chofer. Tiene una escobilla limpia parabrisas en la mano. Se abre paso entre las personas, cosa para la cual que no necesita esmero, ya que todos se van alejando de él, con miedo, se percibe. Le dejan libre las dos últimas filas de dos. Se sienta en el último asiento, del lado de la ventanilla. Se asoma, casi que saca su torso y vuelve a gritar.
Estoy sentado a metros de él, aterrorizado, apretando mi morral contra la pared y haciéndome un ovillo en el asiento; soy el candidato entre los candidatos. Lo sé, lo último que tengo que hacer es cruzarle una mirada, pero no puedo evitar mirarlo de reojo cada tanto, más por alerta que por curiosidad. Percibo muchas personas paradas, apretadas, y él con tres asientos vacíos a su alrededor.
Los segundos son interminables. En eso, un hombre, un laburante de unos 50 años, con camisa y pantalón de grafa gastado y sucio se le sienta al lado. Gordo, robusto, es la antítesis física del chico, que ahora veo que tiene los ojos desorbitados y la cara transpirada. El chico le habla, le dice cosas sinsentido. El hombre, indiferente, cada tanto le responde con monosílabos, que me parece descolocan al pibe, o por lo menos lo tranquilizan hasta que en una arremetida veloz decide bajar.
La villa se va desdibujando, siento alivio. Estamos llegando a la calle Vélez Sarfield y vuelvo a pensar en las herencias, en que también se pueden heredar deudas.
Tuesday, April 19, 2011
Herencia
Publicado por Homero Beltrán en 3:58 PM
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2 comments:
nada como los viajes, para conocer gente interesante...
Escuché la anécdota personalmente y el trabajador en el relato está como desdibujado. Igual muy bien todo.
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