Monday, September 15, 2008

Otra ciudad

El descubrimiento de Pol ocurrió por accidente: es la manera en que suceden las cosas importantes, esas que tuercen el rumbo de una vida común hasta convertirla en buenaventura o tragedia.
Conozco a un hombre que encontró una valija repleta de dinero en el jardín cuando hacía un pozo para enterrar al perro de su hija. Y también conozco la historia de una mujer sumisa, buena ama de casa y devota creyente, quien luego de arrullar a su bebé para que se durmiera abandonó el hogar en silencio y no se supo nada más de ella hasta que unos meses más tarde su marido la encontró en un bar.
El hombre se había detenido en el estacionamiento de una taberna. Quería tomar una cerveza antes de seguir rumbo a la casa de su madre que vivía en una ciudad vecina. Y allí (entre el humo y las luces amarillas) descubrió que su mujer se dedicaba día y noche a la prostitución.
Es una historia desdichada.
Y así, salta la liebre cuando menos se lo piensa. Como le sucedió a Pol, quien nunca imaginó que su vida podía cambiar de la manera en que lo hizo.

Pol era un hombre más o menos serio y sus días transcurrían sin sobresaltos. Tenía un buen empleo como vendedor de seguros para una empresa importante. Su oficina era cómoda y la consideraba un segundo hogar. Hasta le parecía más atractiva que su departamento de un dormitorio, sala de estar, cocina mediana, baño con ducha, y una lámpara antigua formada por pequeños trozos de cristal.
Se podría decir que la vida de Pol era normal. Y con una vida normal, un hombre normal se siente más que satisfecho. Pero algunas cosas no marchaban del todo bien. Y eso lo preocupaba.
Si Pol tenía que viajar alrededor de cuarenta minutos para llegar al trabajo, se concentraba ligeramente en las llaves de su auto y poco tiempo después estaba detrás del volante con la mirada fija en el parabrisas. Se encontraba listo para abandonar la playa de estacionamiento con un cigarrillo en la boca y el humo haciendo espirales. Lo que jamás lograba recordar era cómo había llegado hasta ahí.
Cosas como esa le ocurrían a menudo; y aunque tratara de no prestarles atención quedaba paralizado. Sin embargo Pol se había resignado a que algunas cosas sucedieran de esa manera y dejaba que una leve incomodidad lo atravesara como un ladrón que se escapa corriendo por calles desiertas.

Una vez Pol mató a un gato.
Era de madrugada y lo escuchó maullar. Se levantó de la cama y todo ocurrió de repente.
Abrió los ojos y le pareció que no estaba en su departamento, que su almohada era prestada y que algún otro había transpirado las sábanas. Luego volvió a escuchar el maullido y comprendió que el sonido provenía del balcón a través de la ventana abierta. Entonces recordó ese espacio diminuto con la baranda de hierro oxidado. Pensó que para llegar hasta ahí debía levantarse, caminar por un pasillo angosto y girar a la derecha para desembocar en la sala de estar donde había una mesa rodeada por sillas y paredes de las que se desprendía el empapelado formando cilindros. Eso daba un aspecto prehistórico. No había ni un solo cuadro. Luego tenía que girar nuevamente en dirección al tránsito de la avenida y dar algunos pasos hasta el balcón.
Pol seguía acostado. Sólo había movido los ojos. Sobre una mesa laqueda al pie de la cama, el televisor apagado emitía un zumbido casi imperceptible. Una pila de ropa sucia se derrumbaba contra la pared y allí permanecería hasta el sábado, día que Pol había elegido para llevarla al lavadero: toda junta y de una vez. Latas de gaseosas, marrones y pegoteadas, estaban dispersas en la alfombra. Sobre la mesa de luz no quedaba espacio para contener más ceniceros, cajas abiertas de cigarrillos, ni encendedores.
La habitación olía a nicotina y suciedad.
Pasaron algunos minutos hasta que Pol entendió que estaba en su departamento. Y como otras veces lamentó que ese lugar no fuera limpio y ordenado como la oficina.
El gato volvió a maullar y a Pol se le ocurrió otra cosa: el veneno está en la cocina junto a la caja de herramientas, pensó. Minutos más tarde el viento húmedo hizo volar su bata mientras acomodaba una mezcla letal con alimento para felinos en el piso del balcón.
El espanto lo sorprendió nuevamente. No es fácil adaptarse a ese tipo de cosas. ¿En qué momento consideró utilizar el veneno? ¿De qué manera lo había disuelto? ¿Por qué pretendía matar a un gato? No se le ocurrió ninguna respuesta y apurado volvió a la cama.
Al día siguiente se levantó y caminó hacia el balcón con un cenicero en la mano. No se había quitado ni una lagaña.
El sol asomaba detrás de los edificios (sus rayos atravesaban un manto de hollín) cuando Pol descubrió el cuerpo inerte del animal que mostraba sus dientes afilados por última vez. Inmediatamente lo tomó de la cola y lo arrojó al vacío. Luego Inclinó la cabeza para ver en qué parte de la avenida se estrellaba. El gato fue a dar contra el capot de un auto destartalado que improvisó algunas maniobras bastante arriesgadas. Pero no se detuvo. Nadie se detiene en la ciudad.
Satisfecho miró a su alrededor. A pesar de las miles de personas que habitaban los edificios circundantes se sintió perfectamente solo. Ni siquiera lo conmovió una mujer en camisón que a varios metros de distancia lo observaba desde una ventana. Esta no era la primera vez que Pol interceptaba la mirada de esa desconocida. En otra ocasión imaginó que se trataba de un pobre monolito extraviado al que nadie presta atención. Él tampoco lo haría. Después de todo, pensó, vivimos en la misma ciudad pero nos separa un mundo. Antes de entrar al departamento volcó el cenicero y dejó que cayeran las colillas acumuladas durante semanas.
Pol conducía su vida de esa manera: sin freno. Y cuando le ocurrían cosas que no podía controlar permanecía inmóvil y dejaba que el ladrón lo atravesara y luego corriera cada vez más lejos por las calles desiertas.

Una tarde manejaba de regreso a casa. El mundo permanecía idéntico que ayer y anteayer. Y hubiese asegurado que mañana y pasado permanecería igual. El cielo anunciaba otra noche calurosa. Las rutas cargadas de autos y tripulantes conducían a los mismos caminos y las chimeneas soltaban humo sobre el límite de la ciudad junto al río donde la tierra es yerma.
Un cartel pequeño que indicaba el kilómetro 97 se desfiguró junto a la ventanilla de Pol que aceleró el coche y encendió un cigarrillo. En la oficina no fumaba: lo prohibía el reglamento interno de la compañía. Pero ahora estaba en su auto y era libre de hacer lo que quisiera. Disfrutaba conducir de regreso a su hogar. Era el momento indicado para evocar lo que le había ocurrido durante la jornada. Todo lo que en ese momento se iba diluyendo junto al tiempo y en el pasado.
Cuando recordaba las cosas de esa manera los detalles resplandecían con un protagonismo inusitado. A Pol le parecía que a pesar de las apariencias ningún día era igual al otro.
Desde la autopista se veía la ciudad como desde ninguna otra parte. Sus puentes de metal y las grúas trabajando, los edificios espejados que parecían desplomarse sobre el camino y, por sobre todo, un manto de cielo y nubes que se transformaba constantemente.
Pol echaba humo por la boca entreabierta y hasta por los agujeros de la nariz. El tabaco tenía buen sabor y decidió degustarlo con mayor lentitud. Espació los intervalos entre una y otra pitada y aflojó el puño de la mano que sostenía el volante. Una sensación de bienestar lo fue colmando y Pol movió el cuerpo para encontrar mayor confort. Prendió la radio (aunque hubiese preferido el silencio) y notó con asombrosa claridad el modo en que una acción se enlazaba con la siguiente: era como si formaran parte de una cadena que algún orfebre urdiera a su antojo.
Pol sintió que el cuerpo se le iba de las manos: temía olvidar lo que le había sucedido hacía un instante. Pero eso no ocurrió. Intuyó que el futuro estaba cerca y que iba a descender delante suyo como una barrera. Aceleró aún más y gritó como nunca antes lo había hecho. Fue un sonido seco que le golpeó las sienes y se expandió por todo el cuerpo. Estaba temblando.
El silenció había irrumpido en su vida como nunca antes. Sintió que ya no era él y que la ciudad no era la misma. Apuró el auto para llegar a su departamento cuanto antes. Pensó que había quedado sordo. La radio soltó una cadencia lejana y Pol reconoció el ritmo que había escuchado cuando encendió el estéreo. No estaba sordo pero los sonidos parecían distintos. Y no eran lo único que había cambiado para él.

Lo primero que hizo cuando despertó a la mañana siguiente fue revisar cada una de las impresiones que le venían a la memoria.
Recordaba que había estacionado el auto sobre la avenida; no creía que pudiese hacerlo en la cochera y llegar ileso hasta la entrada al edificio donde se le doblaron las rodillas y tuvo que trepar los escalones de mármol haciendo fuerza con los brazos. Afortunadamente la puerta de entrada había quedado abierta porque hacía años que nadie reparaba el resorte que hacía que se cerrara sola. Para traspasarla se había arrastrado como un insecto malherido y había avanzado por un pasillo que le pareció interminable.
Finalmente llegó al ascensor, se puso de pie como pudo, abrió las dos puertas tijera y volvió a cerrarlas. Luego se desplomó y esperó que la jaula de hierro lo llevara hasta el destino indicado.
Cuando la cabina se detuvo quiso incorporarse. Pero no lo consiguió. Tuvo que abrir las puertas con los pies y arrojarse a la oscuridad de un corredor angosto. A pesar de que las piernas le temblaban se puso de pie. Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y avanzó con el brazo extendido y un lado del cuerpo apoyado contra la pared.
Sintió que caminaba por un túnel sin tiempo ni espacio y que su departamento era ya inalcanzable.
Debe ser así cuando la vida se va del cuerpo, balbuceó Pol con los ojos cerrados y la voluntad abandonada a la suerte de lo que pudiera sucederle. Debe ser así, dijo nuevamente, y al instante sintió que la llave que tenía en la mano giraba adentro de una cerradura. Abrió los ojos y clavó la mirada en dirección a la puerta. Veía mejor que antes. Dio un segundo giro a la llave y escuchó el mecanismo de trabas y ruedas con dientes que estallaban como la caída de un puente levadizo. La puerta se abrió con la solemnidad de un ataúd y Pol entró al departamento. Soltó las llaves que se estrellaron contra la alfombra en silencio y se tambaleó hasta la cama donde cayó exhausto. Lo último que hizo fue agarrar la almohada y taparse la cara.
Reconoció muchos de los sonidos que le llegaban desde todas partes y que se mezclaban con otros que nunca había sentido. Todo junto formaba parte de un murmullo lejano, desconocido. Y Pol sospechó que algo grave estaba sucediendo.
Todo eso realmente le había ocurrido: lo recordaba a la perfección. Ahora movía la cabeza de un lado a otro. Examinó la habitación y detectó que percibía los sonidos que se desarrollaban en el lugar exacto al que dirigía la mirada.
El sonido de las patas crocantes de una cucaracha caminando adentro de una lata pegajosa lo dejaron atónito. Podía sentir el resorte de cada una de sus articulaciones.
Pol se paró y caminó hacia la chatarra sin quitarle los ojos de encima. Lo hizo todo con mucha cautela. La agarró y agitó con violencia. Adentro un cuerpo innoble se estrellaba contra las paredes de aluminio. Se agitaba buscando protección hasta que finalmente la cucaracha cayó al piso patas arriba, se agitó con fiereza hasta quedar al derecho y luego petrificada para confundirse con otra mancha de la alfombra.
Pol levantó los pies desnudos y volvió a la cama dando pequeños saltos. Cuando estuvo acostado cerró los ojos con fuerza y sintió que los sonidos habían cambiado. Le llegaban ahora más tenues y entremezclados como si se tratara de una llovizna.
Jamás le había ocurrido algo así y no imaginaba la manera en que esa nueva situación iba a modificar su vida. Trataba de imaginar cómo haría para que en la oficina nadie notara que le estaban ocurriendo cosas muy raras. ¿Cómo haría para manejar por la autopista? ¿Cómo habría de reaccionar ante los ataques de amnesia?
Pol mantenía los ojos cerrados e intentaba eludir los sonidos. Nunca había imaginado que el silencio iba a convertirse en un bien tan preciado, y continuaba buscando la manera de aplacar el barullo cuando lo envolvió una vibración. Quedó helado. Luego pensó que podría tratarse de un timbre. Se levantó y caminó agitado hacia la puerta de entrada. La cucaracha salió disparada delante suyo y abandonó el departamento. Pol la siguió con la mirada y se agachó para levantar las llaves. Luego reposó la mano sobre el picaporte. Alguien golpeó la puerta. Pol abrió y encontró a dos agentes de la policía.
¿Es usted pol?, le preguntó a Pol el agente más gordo.
Pol asintió con la cabeza sin quitar la mirada de encima de los visitantes.
¿Podemos pasar?, preguntó el otro mientras se sacaba la gorra y se internaba en el departamento. Era joven y tenía la expresión de un novato: había algo virginal en sus muecas.
El gordo avanzó detrás de su compañero y cerró la puerta a sus espaldas. Los policías permanecieron callados y miraron en todas direcciones. Tres corazones latían en la sala y Pol sabía que el suyo lo hacía con más fuerza. Seguro que estos individuos tenían algo que ver con lo que le estaba sucediendo.
Recibimos una denuncia en su contra, dijo el gordo que ahora examinaba la habitación de Pol.
Lo vieron arrojar un gato por el balcón, arriesgó el novato que estaba enfrente de Pol. De ser así amigo, usted ha incurrido en una contravención medianamente grave.
La cabeza de Pol retumbaba como una carpa de circo repleta de animales desbocados. Precisaba ordenar algunas ideas, o, al menos, armar una frase coherente y hablar. Se le ocurrió que lo mejor sería invitar a los policías a que tomaran asiento en la sala de estar. Y eso fue lo que hizo.
Los agentes parecieron no escucharlo. Continuaban inspeccionando el lugar con mucha atención como si de esa manera se les fuera a revelar un gran enigma.
Los tres quedaron en silencio. Pol sintió una marea de sonidos que avanzaba espesa y lenta. Pidió que le dispensaran algunos minutos a solas. El novato miró a su compañero que asintió con un gesto casi imperceptible; un cambio de intención en la mirada.
Pol atravesó la sala de estar rumbo al balcón. Lo hizo con cautela; sin embargo tintinearon los cristales de la vieja lámpara colgada del techo. Y salió. Corría algo de viento. Apoyó la cintura en la baranda y buscó algún punto donde reposar la mirada. Todos los sonidos se le revelaban furiosos e inabarcables. Pensó que ya no podría sobrevivir en un lugar como ese. Luego buscó a la mujer que solía observarlo a la distancia pero sólo encontró el silencio de un hueco abandonado.
Giró en dirección a los policías. Observó con detalle sus muecas y les preguntó si habían encontrado a un ladrón atravesando calles desiertas.
No muy lejos del departamento las chimeneas continuaban largando humo.

6 comments:

Gilgalad said...

Buenísimo. Buenísimo. El único comentario sería que necesitaba más final (yo) más final con la policía, más intrincado, más usando el gato y la amnesia, más y más, pero sobre todo más maldición de gato.

Homero Beltrán said...

Hay partes muy atrapantes, como la primera. Pero luego uno las espera y aparecen cada tanto. También las conexiones entre episodios me parece que podrían ser menos elípticas, con lo que se reforzaría eso que me atrapó del comienzo. Claro, hablo desde el lector que soy, imperfecto y subjetivo. Felicitaciones al desconocido, para mí, Maro.

Sancho said...

Qué grande Maro! Te descerrajaste una historia con comienzo atrapante. POderosa. Te confieso que tenía fiaca de empezar a leerla porque me parecìa larga al primer vistazo. Pero cuando la empecé a tomar -como si fuese una botella completa de agua en mitad de la noche para apagar el incendio de la borrachera- corrìa liviana y fresca hasta el final.
Yo te reprocharía algunas repeticiones de palabras "misma ciudad" "ciudad misma" y alguna otra minucia de pulido de estilo. Pero qué te puedo reprochar si es una historia con gancho y con gusto. Coincido, tambièn, sì, con Astor en cuanto a que por ahì, los lazos menos elípticos harìan más clara la relación (o la "no-relación" )entre Pol y los hechos.
Finalmente, te digo -porque no estuviste fìsicamente en la ùltima reuniòn de Pescadores en lo de Gilga- que convinimos ponernos todos más crìticos entre nosotros a fin de aportar cambios que puedan servirnos a mejorar el texto y no sólo elogiarnos y tirarnos flores. Quizás por eso notes que hay más leña que de costumbre. De hecho, faltaba decirte a vos que también metas palo en los textos subidos, a ver si entre todos conseguimos mejorarnos, asì, apuntando cosas puntuales, valga la tautologìa.
Y por último, Maro querido, ¡cómo se te estraña araña! ¿cuando venìs? Dale, copate y venite antes de fin de año asì compartimos la presentaciòn del libro "Pescadores".
Abrazo enorme.

Maro said...

Al querido trío: gracias!
Este es un cuento que tengo guardado hace algunos años.
Me aferré a esta narración durante algunos de los días más difíciles que me tocaron vivir. Fue una época en la que me quedé sin mina y sin depto, porque quise hacer business y pagué masticando lona, por primerizo y por cándido.
Pero les digo, gracias.
En primera instancia por leer un texto largo en el contexto de un muelle en el que se acostumbra a disfrutar de carnadas más acotadas.
Y gracias por habilitar la opinión. Gente, me dieron oro en polvo.
También quiero decirles que leo y estoy al tanto del acontecer pesquero.
Otra cosa, y qué cosa, carajo! Estoy llegando a Baires el 17 de diciembre y rajo el 22. La cosa viene de tocata y fuga... es lo que hay. Pero si podemos organizar la menezunda para que la presentación de la antología pescadora sea durante mi visita a la ciudad más hermosa del mundo, me convertiría automáticamente en el moncholo más feliz de tuito el Paraná.
Tengo el saxo acá, conmigo. Mi vieja me vino a visitar y le pedí que me lo trajera. Si lo oraganizamos me ensayo las partes y vuelvo a pisar las tablas para sostener los huracanes bronceados.
Amigos, quiero comunión waitsera ya! Quiero que nos juntemos a escaviar, a leer poesía, a cantar!
Y miren que no caigo solari, se me abrojó un tal llamado Glen... creo, descendiente de la aristocrática familia Livet.
Homero, mataría compartir una velada pesquera.
Si pinta, ahí estaremos. Y con lo que me gusta celebrar la vida!
Vamos los Pescadores, carajo!

Nachete said...

Es una gran historia, muy bien escrita al mas puro estilo de escritores tan modernos y geniales como son Paul Auster y Javier Marías.

El único defecto que tiene es que empieza demasiado bien, es demasiado atrapante y vuelve a ser expectacular al final, pero tiene partes intermedias que tienen que ser mas trabajadas.

Nachete said...

vaya expresión che:

pagué masticando lona

es genial