yo les escapo
a esos reservorios
egoistones,
con aire cobardoso,
en miradas flanescas
donde vive
tanta gente apartada
del lodazal humano
de los bares,
del ruido
de las urbes.
Los árboles raquíticos
que enmarcan el paisaje no rural,
que escoltan
peceras extra caras
de vidrio y de cemento irracional
en su racionalismo,
de porte presumido y berretesco
donde hasta el guardia
parece de plástico
y te afana,
donde hasta el chorro
más sanguinario acecha
porque ve claramente
lo que separa el muro:
De un lado la bonanza,
la vida rubia a costa
del infierno en los otros.
Del lado opuesto el hondo,
hondísimo dolor
del condenado
sin oportunidad
sin tregua
sin medida.
De un lado
esa basura de oro
que los críos escupen
desde el auto importado,
la impiedad, la abundancia.
Del otro,
el desamparo
los pibitos sin agua
sin remedios,
sin chance.
Por eso,
va ya mi canto al odio
contra esos falsos barrios
que exigen documentos para entrar,
donde te piden que abras
los baúles, las piernas
los esfínteres,
en busca de armas largas.
Ya querrán pronto que nos quitemos todo,
como hacen las visitas a la cárcel.
Y eso que es un domingo,
de sol,
y vamos a jugar a que hacemos asado
en un campo de golf,
que es como un cementerio
donde la condición de visitante
es un sello en la frente
que con maníaca sonrisa
quieren disimular los pobres anfitriones;
los cautivos locales
del universo Ken y Barbie.
No, para mí no,
yo nací aquí, en el centro,
y aquí sigo impregnado
de taxi, de barcito,
de kiosco siempre abierto.
Abrazaré la polis:
La ciudad que es de todos y de nadie.
La ciudad que nos muestra
y nos ve
y nos deja ver
que hay roña y tiro
que
debe
haber
piedad.
O hay que inventarla.
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