Wednesday, April 15, 2009

El Once Nocturno, como Hong Kong

Me encantó esta nota así que la voy a postear. Muy bien y literariamente escrita. Es un lugar que curto y curtí mucho yo... mi viejo es nacido y criado en Maza y Belgrano, boedense de toda la vida y yo fui al colegio en Yapeyú e Hipólito Yrigoyen. Balvanera, el Abasto, Once (de todos, el nombre más aburrido que tiene) o la novena (por la parroquia) es un lugar alucinantemente querido.

Fuente: http://www.criticadigital.com.ar/impresa/index.php?secc=nota&nid=22887


El Once Nocturno, como Hong Kong por Enrique Symns

En la década del sesenta alumbró su mayor y primer ícono rockero, el mítico bar La Perla, donde se compuso “La balsa”. Hoy, los laberintos del barrio se cubren de marginalidad, delito, de bares donde descansan las prostitutas; y hay un enjambre de niños y adolescentes fumadores de restos de pasta base de cocaína, y una colonia de emigrados peruanos que cambió la fisonomía étnica de Once. Sin embargo, algunos personajes sobreviven como hace 25 años.

Ese pequeño y laberíntico Hong Kong que es el barrio Once Nocturno tiene un epicentro, un eje, un inconfundible Obelisco y es el bar La Perla, en la esquina de Jujuy y Rivadavia. Posiblemente no gane el primer puesto en la competencia de antigüedad: está abierto desde mediados de la década del 60. Y casi seguramente su aspecto en la adolescencia ha sufrido más transformaciones que el bar Británico en San Telmo o el bar La Paz de la calle Corrientes. Sobre el cementerio donde nació “La balsa” ahora se levanta un hotel de cierto lujo, un cómodo restaurante con una carta internacional y un bar que cuenta con el mejor salón de fumadores de todos los que he visitado. A pesar de los cambios, el mozo cuyo nombre es Vicente, igual que hace casi 25 años, todavía me sirve el café. Él y yo somos los únicos sobrevivientes del remoto pasado.

“Enrique… son más de 25 años... deben ser 27”, me aclara enseguida Vicente. “Llevo 27 años trabajando todos los días en este lugar.” Robusto, muy grandote, con brazos de rugbier, cariñoso, humilde, Vicente guarda un recuerdo mil veces más preciso que el mío sobre el escenario caótico, creativo, delirante e interactivo que se desplegaba entre los parroquianos de todas las mesas durante el transcurso de gran parte de las noches de la década del 80. Fue la mejor época de La Perla, aunque en la puerta del baño haya hoy una placa que les recuerda a los turistas el lugar en donde Litto Nebbia y Tanguito compusieron uno de los temas más célebres del cancionero popular argentino. Misteriosamente, toda la opulencia y elegancia del bar se extinguen al atravesar la puerta para ir a mear. El baño sigue siendo la misma porquería incómoda y maloliente en donde meábamos hace 30 años.

Tal como los malandras que se refinan, La Perla, acosado por la peligrosidad de la zona, cierra sus puertas a las 10 de la noche. Así que para seguir bailando hay que atravesar la plaza y tomarse un trago en el bar que usan las putas de la noche para descansar o para compartir el fracaso de las cada vez más frecuentes jornadas sin trabajo. El bar, abierto las 24 horas, está sobre la calle Catamarca frente a la antigua terminal de ómnibus internacional, ahora transformada apenas en un paradero de bondis locales. Como en casi todos los boliches de la zona, la prohibición de fumar la obedecen las moscas y las cucarachas. No imagino a ningún inspector de la municipalidad atreviéndose a entrar con su talonario de multas. Es que el Once Nocturno es más peligroso y salvaje que Hong Kong. Aquí no rigen los códigos morales y sanitarios de los burócratas. La gente que anda por aquí ha decidido que a su salud la cuide Montoto.

El vendedor de diarios de la esquina de Mitre y Pueyrredón es trotskista y desde la noche en que me vio usando una remera (que me habían prestado) con la figura de Salvador Allende y Pablo Neruda abrazados, no me permitió pagar ninguno de los viejos ejemplares de El Tony, D’Artagnan o Fantasía que yo iba a comprar.

El hall de la estación tiene su propio pueblo nocturno. Los vendedores callejeros de factura barata y chipá, los quiosqueros madrugadores esperando el camión, los pasajeros que quedaron colgados y esperan el primer tren de la mañana, borrachos y peleadores, mendigos y vagabundos, empleados del ferrocarril y policías a punto de iniciar o terminar su turno conforman la pequeña y mutante población de esa diminuta ciudad que es la estación de trenes.

El pedazo de selva más enmarañado y espinoso nace en el túnel que pasa bajo las vías en la calle Jean Jaurès y que comunica la desaparecida calle Mitre (secuestrada por las ruinas de Cromañón) y la calle Perón. Hace unos años era realmente peligroso atravesar ese túnel a la noche sin correr el riesgo de ser tajeado, asaltado o violado por la horda de desclasados que establecieron allí su morada nocturna. La presión de los vecinos logró que el gobierno de la ciudad y la policía expulsaran al enjambre de niños y adolescentes fumadores de paco y navajeros, púberes hermosas de facciones atigradas escapadas de algún penitenciario o fugitivas de un hogar aterrador, locos de remate tratando de representar el papel de porongas con un cuchillo en la mano, y también grupos familiares que fueron expulsados del mercado laboral y de las villas, y pateados de calle en calle hacia el bajo fondo de la ciudad. Pero bajo el doméstico pasto que sembraron las autoridades sobre ese ficticio jardín, aguardaban los yuyos. Las hordas regresaron. Atravesé el túnel junto al fotógrafo. Una hermosa rubia de no más de 25 años yacía en uno de los colchones exponiendo sus abundancias. Del otro lado de la calle, una pareja de adolescentes dormían semidesnudos y abrazados al sueño del paco. La bombachita azul de la niña era observada por los ojos obscenos del tráfico.

Pero Jean Jaurès es una calle imprescindible. Desde Perón y hasta la avenida Corrientes está plagada de cuevas milagrosas. En la esquina de Jean Jaurès y Sarmiento, en un localcito de diminuto tamaño pero con amplias vidrieras, se encuentra la librería de libros usados más importante de la ciudad. Se llama Tercera Fundación y su dueño es Víctor Malamud. El local está atestado de libros. Más atrás de las vitrinas de exposición donde se exhiben los bestsellers y novelas policiales, están los estantes y anaqueles donde se acumulan centenares de libros apilados sin orden alfabético, ni género, ni temática alguna. Allí están ocultas las joyas. Tú le dices a Víctor: “¿Es posible que tengas un ejemplar de Rock Springs de Richard Ford o los cuentos completos de Norman Mailer? Víctor –que tiene dificultades para caminar– te va guiando con su voz, como si jugara una partida de ajedrez a ciegas con Najdorf, hasta que lo encuentras. Hundido en su sillón y casi aplastado por los libros que lo rodean Víctor se vanagloria: “Tengo algunas primeras ediciones y sobre todo libros antiguos, lo que ahora llaman raros, libros y autores agotados que nunca fueron reeditados”.

Permanecer una hora sumergido en la oscuridad de esa cueva puede resultar asfixiante. Hay que cruzar la calle para tomarse un fernet Cinzano en Lo de Pepe, en la otra esquina de Sarmiento y Jean Jaurès, invisible para los ojos de las multitudes cultas que visitan el Konex, a pocos metros del barsucho. Tiene una barra respetable, apenas siete mesas y un baño tan pequeño que sólo puede entrar un cliente por vez. Para ir a mear hay que golpear la puerta. El alma de ese lugar es el mozo, José. Tiene el físico de Mike Tyson y su trompada debe poseer una potencia equivalente. Su rostro es fiero, le faltan algunos dientes. Su cuerpo está cubierto de cicatrices. Nació, creció y se hizo de la pesada en esa esquina. De pibe estuvo involucrado en tremendos tiroteos, creyó ser capo y en la cárcel le avisaron que era apenas un drogón. En aquellas remotas épocas José fue el terror del barrio. Uno de esos tipos que te convenía esquivar si lo veías venir. Atravesado por la luz misteriosa del amor de una mujer, el monstruo se convirtió en ángel. Si no te cuenta su historia, te parece imposible imaginarlo agresivo. José es uno de esos amigos del alma que mi alma tiene la suerte de contar. Lo de Pepe más que un bar es un club privado. Los clientes –el médico jubilado, el taxista gritón, el tartamudo, los “gerentes” (cuatro tipos que comen y beben lo más caro que puede vender el cuchitril), las maestras. Esa gente está en el bar todos los días de todos los meses de todos los años. Si eres un extraño, claro que puedes beber y comer y saciarte. Pero si un intruso se atreve a creer que puede integrarse a la conversación de los socios, será José quien le ponga los puntos y lo obligue a mantenerse callado en el rincón del silencio de todas las visitas.

En el atardecer de la calle Jean Jaurès, desde Sarmiento hasta Corrientes, esas tres calles se pueblan de pequeños comederos, el Mundo Perú comienza a mostrar su periferia. En esos cuchitriles además del ají de gallina o del pisco sauer, hay cabinas telefónicas para llamar a otros países casi por monedas, y desde recónditas escaleras descienden preciosas adolescentes morochas, de pechos erguidos y culos apenas escondidos dentro de pequeñas bombachitas. En ese lento anochecer del atardecer, casi sin que te des cuenta, te ves rodeado de los vendedores de paco que merodean los colmados cibercafés y los kioscos de cigarrillos que cuando los clausuran por vender alcohol igual siguen vendiendo alcohol.

Como en la selva o como en los bosques, en cuanto el anochecer ciega la tarde, todas las bestias libres y salvajes de la calle Jean Jaurès salen a alimentarse.

La leyenda del Viejo Juan

Hace muchos años que vivo, de mudanza en mudanza, en pensiones y hoteles de mala muerte en los que pude conocer en su intimidad –en un recorrido ciertamente no elegido y del que siempre intenté escapar– los laberintos habitacionales en donde los bravos pobres de la urbe consiguen sobrevivir.

En el año 2006, sin embargo, como consecuencia del desastre de Cromañón, que expulsó a la clase media de sus inmediaciones, conseguí una habitación hermosa en el segundo piso de un edificio ubicado sobre la calle Perón 3045. Ese edificio, el follaje exuberante y casi selvático que crece en el pasillo central, los balcones y barandas, su diseño casi de arquitectura cubana, ha sido el paraíso de los fotógrafos durante muchos años. Alguna vez fue de lujo. Hoy es una cueva lumpenal donde, como en algunas villas, conviven los legales con los ilegales. Cuando llegaba muy tarde, era posible encontrar un sendero de gotas de sangre que iban trepando por las escaleras hasta desaparecer en la penumbra de algún pasillo. Cuando atravesaba el jardín, no podía evitar cierto cobarde temor a los alacranes o escorpiones que la administración nunca consiguió exterminar o siquiera controlar su reproducción. Esos escorpiones (cuyo origen nunca fue aclarado, aunque la leyenda cuenta que llegaron en un tren de carga que descarriló en las cercanas vías) aun cuando los expertos opinan que su veneno es inofensivo, a veces se cargan un cachorrito de gato o de perro.

En el segundo piso, junto a la escalera, estaba la pensión donde me instalé y cuyo encargado era el Viejo Juan, una leyenda en el barrio. Su historia es bastante infrecuente aunque aquello que lo tornó inolvidable en todo el vecindario fue su sonrisa. Nunca dejaba de sonreír. Enojado, deprimido, triste o aburrido, sonreía. Su risa era un faro de luz para las pobres gentes que colmaban el hotel, esa sonrisa iluminaba la penumbra de todas esas almas que trataban de vencer al implacable destino que los derrotaba una y otra vez acorralándolos contra las rutinas de esa vida casi carcelaria que puedes hacer en una pensión.

Juan era correntino, en la juventud lo trajo a Buenos Aires su madre, que era la cocinera del Gordo Porcel. “Un gran hombre, un gran amigo –me contaba Juan– todas las noches después de salir del teatro, el Gordo paraba el taxi aquí abajo y me gritaba: “Che, correntino dormilón, vamos a comer”. A 50 metros de este edificio, en la esquina de Perón y Jean Jaurès, donde ahora se yergue una gigantesca ferretería industrial, había en aquellos años una famosa parrilla donde era habitual encontrar cenando a importantes miembros de la farándula.

Cuando lo conocí, el Viejo Juan vivía en un humilde pero luminoso cuarto no muy diferente al resto, junto a la Chori, su compañera de toda la vida. A poco de casarse con ella, cuarenta años atrás, Juan se compró al azar un billete de la Lotería Nacional y se ganó la grande. No se compró nada. Durante cuatro o cinco años él y la Chori viajaron por todo el mundo, sin despilfarrar, yendo a hoteles de media estrella en Madrid, o viviendo en la casa de un pariente de un amigo en Lisboa. Cuando charlábamos en los almuerzos que me invitaba Juan a su cuarto, La Chori se acordaba de sus viajes en barco, de algunos paisajes europeos, pero lo que no podía recordar era la fecha de la última vez que había bajado los casi 100 escalones que la separaban de la calle. Quizá llevara seis o siete u ocho años sin bajar a la calle desde que sus piernas se doblegaron y sólo le permitieron caminar muy pero muy lentamente hasta el baño, la cocina o el balcón. Para La Chori, el mundo era sólo un recuerdo.

El Viejo Juan, en cambio, con sus 78 años, bajaba todos los días, al mediodía, y se caminaba los 150 metros que lo separaban del bar Lo de Pepe. Allí se embriagaba, se tomaba con lentitud pero con avidez una botella entera de vino tinto que le permitía flotar en el globo aerostático de una aventura imaginaria volando muy por encima de la venganza de la cirrosis que lo acosaba. La Chori jamás debía enterarse que él bebía y mucho menos que se fumaba sus seis o siete cigarros negros todos los días. Desesperado, algunas noches de insomnio, me golpeaba la puerta y yo lo le daba aguante para que se fumara dos cigarros y se tomara de un saque un trago de la ginebra que yo bebía.

Al hacer esta nota me enteré que el Viejo Juan apenas alcanzó a festejar este último Año Nuevo. A los pocos días la cirrosis se cobró venganza. Sin darse cuenta, dormido, su alma se extinguió en la nada.

La Chori, como si fuera una roca indestructible, sigue viviendo. Sin el mundo, sin su compañero. Los vecinos le cocinan y la llevan al baño y hasta la colocan frente a la ventana para que mire el paisaje de los trenes.

5 comments:

Homero Beltrán said...

Claro, el autor, Syms, era el editor de la mítica Cerdos & Peces. Por hidalguía omitió decir que entre los pocos lugares en que dicha revista ochentosa todavía se consigue se encuentran las librerías de viejo de Once.
Con respecto a Syms, siempre me llamó la atención su pluma frente a su palabra: cuando habla es difícil que articule semántica y gramaticalmente bien las frases, pero cuando escribe es otra cosa. Muchos dirán que eso tiene que ver con los kilos de merca que el pibe acumula encima, pero no suscribo.
Hace un par de años escribió su autobiografía, pero aún no me animé.
No para emular a Syms (no, nachete), sino para sumar una anécdota de color sobre Once: el martes pasado, tipo 3 de la tarde tenía que ir de la calle entre ríos (congreso) a la avenida boedo (boedo). No estaba masoquista, así que preferí caminar el trayecto por la calle Moreno. La escenografía era tal cual la describe syms (y que abrevamos también hace algunas semanas con el gilga, en bike), y de la cual me llevé una secuencia que se lleva la parte por el todo. En esas cuadras, tres de la tarde, repito, me crucé por lo menos a tres putas. Pero la relojería de una de ellas me llamó la atención. Me miró antes de que cruzara la calle y, en ese instante, comenzó a caminar por mi vereda, en el mismo sentido y más lentamente que yo. Y en el preciso momento en que pasé por la puerta de un albergue transitorio (que, por su aspecto, le debe aunque sea una excusa al coimeable inspector municipal)coincidí casi hombro con hombro con ella. En ese instante, a su vez, me miró y, cual fem fatal del hollywood clásico tiró al piso el cigarrillo que fumaba, mientras me latigueó con una mirada. Perplejo, seguí mi rumbo, y mientras trataba de entender lo sucedido, ella ya me iba quedando atrás. Pues, un brindis por su sentido de la sincronicidad.
pd: heee, se le daba. Pero tenía un jean elastizado de irregular factura que le desmejoraba notoriamente el culo, el cual supongo que con un rapsodia o un ay not dead hubiera mejorado, tanto como para encararla en un boliche con solo dos cervezas de más. No más alcohol hubiera sido necesario.
pd2: el bondi en avenida boedo me dejó de garpe en la parada con el brazo en alto. tuve que esperar como 15 minutos al que venía atrás, mientras, a mi pesar, se acumulaba gente tras el mismo objetivo.

Gilgalad said...

Hace tres semanas fue a comer a Ancient Combattants (Santiago del Estero al 1600, en Constitución). La zona siempre fue un aguantadero de chorros y putas, pero nunca vi lo que vi esta última vuelta.

En la cuadra habría no menos de 50 yiros. Calculo que más del 20 o 30 por ciento era menor de edad.

A veces me parece que me estoy poniendo viejo y crítico pero otras veces (la mayoría) me dan realmente impresión estas cuestiones de la sordidez de ciertos lugares de Buenos Aires. Putas hubo siempre, pero menores yirando a las diez de la noche a la vista de todo el mundo?

Por ahí estoy un poco de salida.

Sancho said...

Tuve un amigo que empezó sus lides periodìsticas en la Cerdos. Syms le pagaba cada nota con tres papelitos glacé metalizados cuyo contenido no era azucar impalpable ni gamexane. Recuerdo esos tiemnpos con alegrìa porque yo, que era fiel lector del opúsculo vernáculo (jooooo qué linda mezcla e vocablos) siempre tenía la primicia de la nota que iba a salir. Mi amigo hacia "espionaje en el confesionario" "espionaje en los vendedores ambulantes" "espionaje en el templo" Una suerte de "cámara oculta" pero con grabador, que decantaba en versión gráfica. Una delicia. Este amigo mio a quien no nombraré porque ahora es un respetable periodista capo editor en Clarìn, era además músico y vecino del noble barrio palermitano cuando la vida consistía en dulce paseo bajo los jacarandás, a las cuatro de la tarde, en invierno, con los ojos rojos, más al pedo que cenicero e moto.
Syms es un verdadero genio que iluminó mi juventud. Un ejemplo de virtudes, rectitud y hombrìa de bien. Un pensador, un modelo de disciplina, constanciajjjjaaaaaaa y se van todos a la concha de la lora: Un fanal, el derrotero nos propicia Don Enrique, el último mohicano.

Anonymous said...

El redactor de Crìtica Digital del artículo "Once Nocturno, como Hong Kong" es un chanta. Escribe de oído. Para muestra basta un botón.

De la librería Tercera Fundación cuyo dueño es Víctor Malamud dice "se acumulan centenares de libros apilados sin orden alfabético, ni género, ni temática alguna".

Terrible mentira. Acabo de visitar la libreria y nunca he visto una librería de este tipo con una clasificación tan excelente de las distintas temáticas. Por ejemplo: en el sector de libros sobre marxismo, las libros estan apilados segun sus autores sean maoistas, comunistas, trotkistas, socialistas, etc. Exactamente lo mismo en el sector de libros sobre teatro. Y así todo el resto de la librería.

Esta librería es nueva en el barrio. Hace solo dos años que está. Hasta hace tres años atras en esa esquina funcionaba una farmacia que debio ser cerrada porque vendia estupefacientes.

Anonymous said...

La descripción propia de pequeño burges "progre" que hace Syms de la zona que tiene por centro geográfico a Jean Jaures y Sarmiento no coincide con la realidad con la que conviven los que viven de la zona.

Prostitución de chicas de 12 a 15 años de edad, venta de droga a chicos que no llegan a los 14, chorros diarios de celulares, robaviejas (chorros de jubilados), alcahuetes y soplones de la federal, etc.

O sea, una zona de pleno lumpenaje social (lumpen proletariat ) que constituye una verdadera reserva natural de mano de obra desocupada a la cual la derecha más reaccionaria reclutará cuando necesite desestabilizar el actual sistema democrático.

Syms no es mas que otro elemento absolutamente funcional al sistema capitalista pues es responsable importante que una parte importante de la juventud de su generación haya sido apartada del compromiso social con los pobres y los oprimidos y arrojada al tenebroso mundo de la marginacion y las drogas.

Hoy el sistema capitalista no necesita más de emprendimientos como cerdos y peces: le basta con vender a precio susbsidiado paco y armas similares de destrucciòn masiva social.