No había nada que lamentar, y él lo sabía. La Sopapa había caído, fiel a los designios de su moral belicosa. Bebió dos veces el tanque de acero inoxidable mientras la iban abandonado lentamente sus impulsos.
El tipo que decía ser Bob habrá colaborado con algunos disparos, pero la Sopapa ya había descubierto la mentira del sujeto camuflado debajo de una peluca de rulos. De ahí a la cuneta habrá llegado después de una fiebre de gritos, puñetazos, jeringas y balazos. Pudo haber terminado con la chaqueta puesta, pero ni siquiera eso. Sus extremidades ya no formaban un todo con el cuerpo inerte en la cuneta de la ruta a Castelar.
Johnnie no quiso ir a reconocer el cadáver, le dijo al oficial que tenía otros compromisos. Compromisos ineludibles con una ruta que lo iba a llevar de cabeza a las montañas en un Chevy que alguna vez fue amarillo en el año 74. Mientras atravesaba kilómetros de desierto ruinoso, se acordaba de un par de estribillos que la Sopapa le cantaba a pocas cuadras del Saint Marks Place, en la isla de los sueños conquistados. Manejaba con lágrimas surcando los pálidos contornos de la cara. No lograba alcanzar la velocidad precisa donde se dejan atrás los recuerdos. Apenas le alcanzaba para distraerse un poco pasando camiones de inexpresivas vacas, hacinadas a 80kms por hora en jaulas polvorientas.
Se preguntaba si podía haberla salvado en aquel momento, en lugar de esconderse atrás de la corteza de un sandwich de pan francés. Se preguntaba si la salvación tiene un precio que un ser humano pueda pagar con minutos de vida. Se contestaba que si hay un dios, sólo él podía tener esa respuesta. Pero Johnnie no creía que hubiese un dios dispuesto a revelar nada. Si existía, estaba demasiado ocupado en hacer girar el mundo y en mantener ese maldito sol efervescente apuntándole a la nuca.
El tipo que decía ser Bob habrá colaborado con algunos disparos, pero la Sopapa ya había descubierto la mentira del sujeto camuflado debajo de una peluca de rulos. De ahí a la cuneta habrá llegado después de una fiebre de gritos, puñetazos, jeringas y balazos. Pudo haber terminado con la chaqueta puesta, pero ni siquiera eso. Sus extremidades ya no formaban un todo con el cuerpo inerte en la cuneta de la ruta a Castelar.
Johnnie no quiso ir a reconocer el cadáver, le dijo al oficial que tenía otros compromisos. Compromisos ineludibles con una ruta que lo iba a llevar de cabeza a las montañas en un Chevy que alguna vez fue amarillo en el año 74. Mientras atravesaba kilómetros de desierto ruinoso, se acordaba de un par de estribillos que la Sopapa le cantaba a pocas cuadras del Saint Marks Place, en la isla de los sueños conquistados. Manejaba con lágrimas surcando los pálidos contornos de la cara. No lograba alcanzar la velocidad precisa donde se dejan atrás los recuerdos. Apenas le alcanzaba para distraerse un poco pasando camiones de inexpresivas vacas, hacinadas a 80kms por hora en jaulas polvorientas.
Se preguntaba si podía haberla salvado en aquel momento, en lugar de esconderse atrás de la corteza de un sandwich de pan francés. Se preguntaba si la salvación tiene un precio que un ser humano pueda pagar con minutos de vida. Se contestaba que si hay un dios, sólo él podía tener esa respuesta. Pero Johnnie no creía que hubiese un dios dispuesto a revelar nada. Si existía, estaba demasiado ocupado en hacer girar el mundo y en mantener ese maldito sol efervescente apuntándole a la nuca.
1 comment:
Otra vez, poesía. Empezando por el Chevy. Qué lindo el Chevy amarillo; cuánto lo desse de pendejo. Y las vacas polvorientas hacinadas a 80 km por hora: otra vez metonimia: ¿Como se puede estar hacinado y polvoriento a 80 por hora? Sólo siendo vaca. Deberías citar el estribillo que cantaba la Sopapa cerca de Saint Mars Place. Me dio curiosidad.
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