Thursday, September 27, 2007

OJOS AFILADOS


Los 263 pobladores de Cuchillo-Có miraron deambular su sombra maltrecha durante días. Buscaba una salida a su infierno en cada una de las vueltas a la plaza principal, confiado en vencer la terca exactitud del cuadrado. Pero la plaza era un mal lugar para encontrar cualquier cosa que no fueran almas en pena. No era casualidad que 263 pobladores la llamaran el cementerio; los juegos que todos ellos trajinaron en su infancia se apoyaban sobre las sesenta tumbas de los fundadores.

“No nos da miedo”, dicen sus hijos “todo lo que hacemos es jugar, no los molestamos”.

Miedo les da el viento que sopla eterno y sepulcral por la pampa, sin detenerse jamás en ese pueblo. Ya es costumbre que las palas de los municipales, durante las obras de mantenimiento, choquen tenaces contra las tapas de los ataúdes, obligando al Ingeniero Solari a rediseñar los planos para esquivar féretros y lápidas.

Cuando los faroles apagan con sus luces sórdidas las últimas líneas de un sol que languidece, a esa hora fúnebre, conviven en las hamacas, los vivos y los muertos. Nadie pudo decirle a Johnnie porqué la plaza se devoró al cementerio, y los cadáveres se adueñaron del pueblo. Nadie en Cuchillo-Có se lo cuestiona.

“Acá no hay trabajo, chico, hay ocupaciones. Podes ir a dar una mano en el frigorífico de chanchos, tal vez Suárez te tome de peón.” Le advirtieron en las calles cuando pedía una moneda o un trabajo. “Preparan buena comida al mediodía”

Pero Suárez lo encontró muy liviano para cargarse los chanchos al hombro.

“Te hacen falta 30 o 40 kilogramos, lo siento. Tal vez puedas ayudar a Tresdientes a alimentarlos. El chiquero queda en esa dirección. Diez al día mas comida y un catre en el galpón.”

No estaba mal para distraerse con algo mientras ordenaba su confusión. Al menos no tenía que pensar en otra cosa que no fuera buscar maíz en un silo alejado, y caminar doscientos pasos para tirarlo en los comederos de aluminio. Cientos de chanchos se apiñaban a sus pies por una colocación digna frente a las chapas desvencijadas. Agachaban las cabezas y se iban agolpando por un lugar a tiro de grano. Lo escuchaban caminar a lo lejos y comenzaba el amasijo. Luego limpiaba y acomodaba lo poco que se puede acomodar en un chiquero.

A media tarde avanzaban los verdugos. Elegían las víctimas desde el alambre y hacían cuentas de los chorizos que se podrían sacar del animal. “Noventa y tres chorizos y diez morcillas, reservando la panceta.” Decía uno. “Yo digo ochenta y dos, apostemos”

Hacia el patíbulo partían con la bestia, que ignoraba su destino. Johnnie los veía alejarse sin decir una palabra. Tresdientes apenas soltaba una lágrima, pero al otro día se daba una vuelta para buscar algún chorizo. La apuesta quedaba resuelta cuando la faena cortaba el amanecer.

1 comment:

Sancho said...

Qué lindo... mirar al chancho y contar los chorizos morcillas y panceta que habrá de darnos el noble cuadrípedo. Eso es mirár la vida, aunque se mire la muerte. Me gustaría que Johnnie se afanara un cerdo para sí.Pero está visto que a nuestro héroe le falta musculatura para tamaña empresa. O acaso el destino lo premie con un recurso mágico. Nosé, nosé. Lo seguiremos a donde vaya con nuestro hambre de aventura.