Monday, November 12, 2007

La Patria Sindical (Parte III)

La cosa se estaba poniendo jodida. Yo por el sesenta y ocho hacía dos años que ya era delegado. Con lo que sacábamos de las fichas manteníamos un boliche ahí en la esquina. Los zurdos habían intentado coparnos la fábrica, primero metieron uno, después otro y cuando quisieron meter el tercero ya estábamos preparados: escondimos las cadenas en el local y a medida que salían para la parada del bondi les dábamos para que tengan y guarden. Nunca más se aparecieron por ahí.

En el bolichito había de todo. La verdad es que se nos iba un poco la mano, éramos pendejos y nos pasábamos de la raya. Cuando la alquilamos la esquina se venía abajo pero el gremio nos dió una mano fuerte. Un fin de semana estábamos tomando mate en la puerta del local, ahí justo en la esquina y vemos aparecer doblando por Necochea una Estanciera con dos o tres de los gordos arriba. Yo los junaba bien y enseguida me di cuenta que eran los jetones del secretario general, que siempre andaba acompañado. La cosa es que los tipos se bajaron y ahí nomás nos dijeron que venían a colaborar, así que ese fin de semana con la ayuda de los muchachos al local lo dimos vuelta como una media: dale a la rasqueta y a la brocha.

Nos habían mandado diez tachos de veinte litros desde Avellaneda, una gentileza de los compañeros de la zona, que la habían sacado de un lote que se había caído de un camión justo cruzando el puente. La sorpresa fue grande cuando vimos que la pintura era de color lila, pero como dicen los muchachos, a caballo regalado no se le miran las muelas. ¡Cómo se rieron los jetones! En realidad todos nos reimos mucho así que al local lo terminamos llamando "Lo de Lila" y nadie supo que la tal Lila no existía. Nadie preguntó, tampoco, pero entiendo yo que serían muchos los que pensaban que Lila era la dueña del local.

Una vez que estuvo lindo y bien puesto ya casi ni pasábamos por la fábrica, y con el tiempo, eso demostró estar mal. Nos quedábamos tomando mate todo el día en el local y veíamos entrar y salir a los compañeros. Teníamos bastantes de confianza como para que chiflaran si algo iba mal pero esos dos meses de la primavera del sesenta y ocho fueron tranquilos. La calma que viene antes del temporal.

Dos veces al mes, Alonso, que era el capanga de Metalúrgicos, mandaba a alguno de los jetones del camión para contarnos como iba la cosa. Esos días mangábamos sanguches en la panadería e invitábamos a los compañeros más comprometidos para que asistieran a la reunión. Y nos fuimos dando cuenta que la cosa estaba cada vez más jodida. Ahí mateando en Lila fue que me enteré que Vandor lo había traicionado a Perón y que nosotros que éramos fieles teníamos que mantenernos al lado de José, que por supuesto estaba con el General.

Como si fuera poco no sólo había quilombo entre nosotros sino también con los zurdos, que querían coparnos el movimiento. Y eso no se podía permitir. Yo la verdad ya a esa altura no entendía nada. Los zurdos siempre habían sido de otro partido. Eran socialistas, troskos, comunachos pero peronistas nunca habían sido. ¿Y cómo ahora eran peronistas? ¿Qué les había agarrado? Encima al poco tiempo se dividieron todos en mil grupos. El jetón de José siempre trataba de explicarnos que diferencias había entre cada grupo: la Tendencia, las FAP, las FAR, no sé, había muchas siglas más pero la verdad ya se me mezclan los años y las organizaciones.

Lo que sí puedo decir es que la cosa se estaba poniendo jodida. Nosotros pispiábamos ahí tomando mate en la puerta del local a todos los compañeros que entraban y salían de la fábrica, todos los turnos. Nunca habíamos tenido quilombo pero cuando ya vino el verano de ese año, no me acuerdo si antes o después de navidad pero era uno de esos días que te morís de calor y que parece que la suela de los mocasines se te pega al asfalto, tipo cuatro de la tarde vemos doblar por Necochea, igual que había doblado la Estanciera, un Fiat Milquinientos con los caños asomando por los vidrios. Yo me tiré por la ventana adentro del local y la zafé pero a Luisito Quinteros le pegaron un plomo en el tobillo y se lo quebraron y en ese momento no lo sabíamos pero los zurdos lo habían condenado a muerte: Luisito quedó rengo y años después lo sorprendió el Sarmiento cuando cruzaba la vía y con semejante renguera no tuvo tiempo para bajarse del auto. A la viuda se lo devolvieron en una cajita.

Como dije, la cosa se había puesto jodida. Nos llevó unos días averiguar quienes nos había entregado pero al tobillo de Luisito le correspondieron dos fiambres que aparecieron flotando a la altura del Docke. Después, a través del jetón de Alonso, me llegó el dato de que eran dos verdes que no tenían nada que ver con el asunto del Fiat pero esos dos fiambres no hicieron más que echarle nafta al fuego.

Para cuando fue el Cordobazo, al año siguiente, no había semana que no tuvieramos alguna novedad. Dormíamos en el sótano, tapados con los fierros por miedo a que nos coparan el local. Ya no tomábamos mate en la vereda, teníamos tranca y cadena en la entrada, las ventanas clausuradas con tablas. Cada tanto nos reventaban la puerta con un cóctel Molotov y del lila de las paredes que tantos chistes había causado sólo quedaban manchones negros del humo.

Para mitad del año siguiente lo único que nos alegró fue que Boca venía puntero, pero ya no sólo no íbamos a la fábrica sino que estaba toda tomada por los zurdos, tantos los nuestros como los otros. El jetón de Alonso había desaparecido, no daba charlas ni mandaban guita para ayudar. Yo me había quedado en el local solo, que estaba cerrado todo el tiempo porque el otro pibe que estaba conmigo, Margarito, había desaparecido de los lugares que solía frecuentar para aparecer en los lugares que nunca debió haber frecuentado. También a ese, como devolución de cartero, lo encontraron flotando cerca del Docke.

Eso fue lo último que aguanté. Una mañana encandené la puerta de Suarez y Necochea y me fui en el 152 hasta Olivos y de ahí al Tigre. Un amigo lanchero me cruzó a Carmelo, y aquí vivo desde entonces, de sereno del Hotel Bertoletti. Me pagan poco pero me las rebusco y la verdad ya no tengo ganas de volver. Vivo en una casita en la barranca del río. De este lado del río.

A veces me pongo a pensar que estoy condenado a no abandonar las orillas. Antes de allá, ahora de acá, siempre cerca. Cuando se pudrió todo mucho más en Argentina y vino la dictadura y acá también se puso bravo tuve miedo que me vinieran a buscar, pero nadie vino nunca. Un día me miré al espejo y vi que estaba viejo. Por eso ya no venían.

2 comments:

La Fiera said...

Se abre un nuevo clásico en la literatura argenta, un espacio no explorado, una esquina de las miles que nos atacan cada día en nuestra lúgubre porteñitud.

Te seguimos en esta a muerte Gilga, es impecable la saga.

Sancho said...

En efeto, tenicamente se abre una espetacular reación literaria: la narrativa gremial, a cargo del compañero Caffarena, que tan bien cala en el alma del laburante, o el atorrante; en su idioma, en su gesto, en su tonalidad cachafaza.
Qué lindo largar todo e irse a laburar de sereno a Montevideo, más precisamente en el hotel Bertoletti.!